Sunday, January 14, 2007

Poesía en mañanas y percepciones que merecen el papiro.

Por: Andrés Castaño


A las palabras.
Un día cualquiera / 1 / 07

Y las palabras me liberaron como segueta que corta un eslabón.
Me deslicé imperceptible entre su oleaje intimista
y resulté pintado como obra abstraída,
cansada, sin presura de ojos videntes.

Cada sutileza negra impresa
liberó el ala azuleja de mis prisiones múltiples y al fin.
Al fin hubo vuelo propio sobre las cumbres y los Andes
fueron pocos para mi alce de ave fuerte.

Decidí recorrer las hojas, de helecho y de blancura.
Mi mundo de frente para atrás pidió su realidad
y las traiciones que dolían en el cardio
sacudieron lomos y omoplatos.
Las sutiles, perplejas, que desaforaban lo finito de mi mente,
no eran decepciones arrabales o lacrimosa fuente que rueda en rostros.
Todas ellas serán besos que en lo que ignoro de mí,
llegaron a una bailarina sin pisos ni hilos
con verdes llanuras que sucedían en sus cuencas y corporales odas.

Y los carmesí que corrían por mis venas se vistieron de licra sin destino
y todo mi torrente sanguíneo
quedó esperando el poema que lo sintiera.
Todo yo, fui escriba que distingue su sombra entre las líneas.




La caída de los dioses.
8/1/07



Buscando lo perfecto que no conversó Dios
hallé lo claro de la frontera;
y en batalla, podra y oscura,
diferencié para lo inmortal de mi propio tiempo
la pureza del sentido promulgado por el limbo de mi verbo
y lo lindo de lo audible.

Evoqué ensangrentado la daga de marfil
que atravesó el metril de un caballero sin hipo y luché,
luché saturado por la espina profeta que cegó años mis ojos encubiertos
en pulpa despojada de sabor y amargura.

¡Ah! La lava accedió por la llaga burbujeante de la pena, que,
tratando a la razón como greda, buscó una deidad que toda sapiencia fuese
y que la lira crease desde el cedro hasta la armonía.

Primero fue el Olimpo
que ante mi egocéntrico narcisismo
se desfalcó en bruma de poemas mal cantados.
Después arribo el judío, con las barbas populares en dorados
y las palmas de palomas, con las manos llenas de disparos
que su promesa había causado.
El tiempo escrito y de lenguas para abajo
le regaló la mitad de la historia y dos robles atravesados
fueron su signo en el mundo.
Todos condenados por el altar nacarado
y listos para derramar la vida en tinajas de magia sin estilo.

Y un día sin rumbo claro, esperando la bofetada lenta de una tarde en septiembre,
apareció ante mí la Tierra, confinada por los cerros
que son viga de mi urbe y comparada,
exaltada, escondida por los pilares de cemento y cristal,
me dijo que mi experiencia de vida era un estallar del cosmos
en una botella saturada de caricias del pacifico.

Me susurró flagrante, saboreada, sexual,
que los momentos, todas aquellas obras del instante mortal,
eran pincelazos de la demencia coherente y la realidad encendida en pedestales.

Así que, navegando en la impresión que en mi garganta y genio se destilaba,
supe que la religión es el puerto de reposo del misterio
y que los dioses,
son seres,
que soportan una calamidad más allá de lo humano.

Y también conocí,
en lo que podría llamar la inefabilidad o el rugido de un león,
al dios que de estrellas nos observa, travestido de océanos y junglas,
alocado en huracanes y sediento en el desierto amarillo de flagelos
y rojo del olvido.

El sentido es el centro inquieto de toda causa escapada
y produce espectros, que locos, a todo un millar de mentes reúnen
para en coro gritar un genocidio de lo puro.
Dioses. Apenas comas en la planicie de una hoja.
Siempre brillantes.
Tanto, que ciegan.