Sunday, January 25, 2009

EL tren (II)

Por Chano Castaño



   EL vagón número 14, correspondiente a la clase media, está a punto de llegar a su destino. Pueden faltar unos minutos, unos segundos, unas milésimas. Es cuestión de que pare el tren y el vagón 14 detenga su fuerza frente a las líneas amarillas del suelo que indican el lugar para bajarse--o tal vez para subirse, no lo recuerdo. Acá mis recuerdos florecen como los manda la raíz enterrada en la historia enternecida de mi ensueño. 
   Hoy yo me subí al tren por última vez. El tíquet lo encontré en la mesa de noche junto al vaso de agua que caza mis sueños y debajo de mi billetera: gruesa de recibos y deudas, vacía de fondos y de fotos. Y sabía que viajaría pero no hacia dónde y conocía la hora (1:00 PM) pero no la estación, y todas esas cosas me las respondió el tíquet. Un sabio aquel pedazo de papel (¿o un revelador incauto?). 
   Mi equipaje es de mano, algunos la confunden con un maletín de galeno, y en él cargo papeles amarillos de lo viejos, un cálamo, dos fotos de mis vedettes,un casete que nunca he escuchado (porque apenas voy para el lugar donde pueda hacerlo) y mis libros, porque la vida sin libros es aburrida. Eso lo decía mi abuelo pero no mi padre. Uno fue sacerdote y el otro tabernero. Ninguno de los dos me quiso mucho, tal vez por lo torpe y lo mudo.
   El vagón 14 ya se detuvo y abordé silencioso, invisible. Un guardia, un policía, un megalómano de macana y 38 largo, se pasea atropellando a todo el mundo e insultando al que le reclame: un patán de bigotes largos y pelo rojo. Yo escondo mi presencia de su mirada loca y asesina. No se detiene nunca en los pasajeros del vagón 14 sino que sigue hasta los de bien al fondo, donde viajan los pillos, los tacaños, las putas, los colinos, los opiados, los veterinarios, el campesino rústico y el campesino que quiere parecer de ciudad, el timador, el escurridizo, la traicionera y alguno que otro contador. 
   Durante el trayecto cruzamos valles de techos naranjas y copas de árboles, vi peñascos gigantes por donde surcamos el vacío, me fascinó la aurora de cada día y la luna que hubo esas noches, platina, brillante, Selene circular para lunáticos. Y escribí poco en las hojas y mucho en mis manos, porque yo siempre olvido y tengo que vivir recordando lo que necesito para vivir. Son datos básicos como recordar ir al baño después de tomar una cerveza o prender un cigarrillo después de comer o beber café si tengo sueño; porque mi cabeza, por infortunios del darwinismo satánico o por inconvenientes en mi gestación, es muy extraña, tanto, que olvido las minucias cotidianas, diarias y tradicionales y recuerdo las grandes proezas de mi pensamiento e imaginación, todo con una naturalidad a veces insoportable o dolorosa, pues lo que sé y creo y pienso me ha llevado solamente a saber que la vida es una trampa y un baile, y una tragedia y una novela escrita por un marinero sin tierra. 
   Hay una cantidad de hechos que han perturbado mi viaje. Una mujer llamada Lelúfares González, hermosa, alegre, beoda, poeta, libre, con dinero y bagaje de ciudad. Me encanta aunque inalcanzable: un tipo de los vagones de clase alta la tiene loca y al parecer le hace muchas promesas, pues ella siempre ríe y parece acercarse, con el paso de los días, a esos vagones cercanos a la locomotora, en donde viajan desde comerciantes reconocidos hasta políticos rancios. Otro hecho es el licor: venden rhum de Cuba y de la Isla Martinica y hay un barman que mezcla algunos espirituosos con el carmíneo ron creando mojitos, daiquirís y vernots por montón; y que aunque a ese trago le falta el son para acompañarlo, siempre dispone a las damas, de alcurnia o no, al juego de las seducciones, las pasiones y los besares. Yo soy muy sano, pero desde que vi resultados en faldas no dejo de beber ron. 
   Otro hecho que me perturba es la extensa distancia que todavía me falta para llegar hasta la casa de mi tío el Rico, que mandó por mí desde su pueblo natal--que es suyo, solamente suyo--y que en una nota (que dejaría también la mano misteriosa del tíquet) me dijo que esperaba mis manos para ayudarle en un gran proyecto: la represa del Barksville, el río más grande del país, de este país desconocido para todos menos para los viajeros de tren. Y ese es el hecho final: es la última vez que viajo en tren porque el tren me quito todo (y pude haber dicho entonces que era la primera también), y sin dolor alguno espero la noche del encuentro, que vendrá cuando un hombre de los vagones de adelante y un hombre de los vagones de atrás vengan a pedir un trago al bar del 14, y cada uno vestirá sombrero, lentes redondos y gabán, y en un momento uno de ellos le dirá algo al otro y si este mira la hora, yo sabré que llegó mi turno para acercarme a la barra, pedir un ron y anunciar con un 38 largo en la mano que esté tren será asaltado. 
   
   

Saturday, January 24, 2009

El tren (I)

Por Chano Castaño
 

De niño siempre quise los viajes en tren. Continuamente mi padre viajaba de ciudad a ciudad en un vagón de clase baja, en donde habían cerdos, gallinas, personas con cara de perro, gatos agresivos y bebedores de todo momento, jugadores conspicuos, mujeres triviales y madres santas, niños sucios y bebes chillones, juerguistas de paso y comediantes podros. Abundaban las familias como la mía, que corrían de lado a lado buscando una oportunidad para salir de la miseria, del fracaso, de la repugnancia. Nadie sabía leer, nadie sabía escribir. Todos los que siempre viajaban en esos vagones eran vivos para el pillaje y el engaño. La policía nunca estaba y las oportunidades eran perfectas: juegos de mesa, bailes ocasionales, borracheras continuas de estación a estación. Ni siquiera mi padre estaba limpio de aquellos actos. Era una locuaz ave carroñera que sacaba billetes con trampas en el poker. Era un bailarín carterista que seducía para quitar joyas y carteras y los que lo conocían siempre advertían a los otros sobre la sagacidad que lo protegía. Nuestra familia vivía en el vagón y en hostales ocasionales cerca de las estaciones, mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí a restaurantes suculentos, donde para comprar comida buena no gastábamos mucho: todo lo robábamos--me incluyo en esta parte porque así empezó a suceder; mi padre hacía la distracción y yo metía la carne y las frutas o yo armaba una riña y el viejo, sagaz, old can, olfateaba en dos segundos y se metía a la puñetera, después nos íbamos y él me mostraba el dinero y los relojes de bolsillo.
Pero todo no fue siempre así. Hubo un viaje que no cambió nada realmente (porque pude haber dicho que cambió todo para siempre). Sino que fue un viaje muy importante para mi hermana, que nunca volvió al vagón y se casó con un leñador áspero, barbicarmíneo, de brazos como robles y cerebro como nuez. Después de ese viaje también empezaron a subir un policía en el vagón, un tipo que vestía ramplonamente y tenía que sacar su placa y su arma para que le creyeran que era un agente. A mi padre y a mí esto nos volvió el triple de astutos. Al principio tratamos de sobornar al policía pero el muy jayán, dándoselas de importante, nos dijo que su moral no se lo permitía. Desde ahí sé que para sobornar bien el dinero nunca es lo mejor, es simplemente un aderezo de otra cosa: el sexo. Después de muchas noches de hambre a mi padre se le ocurrió tomarse unos tragos con el policía, se fueron para una taberna de un pueblo llamado Likpe donde eran famosos los lupanares y los bailes; allí le dio una mujer, bebida y dinero al señor de la ley, y la moral se la tragó en la última copa de brandy, como si la moral fuera un fantasma que viene y va en el aire de las calamidades y los placeres. 
A este policía le dimos una dosis mensual de esto. Ocio, féminas furtivas, licor y veneno. Siempre, en cada velada en la que mi padre se iba con el policía a Likpe, yo ponía en su comida provisional un poco de hongo negro en polvo. Con el tiempo iría perdiendo su razón y se volvería un estúpido. Al año el agente ya no estaba vivo y por unas semanas el pillaje, el robo y el engaño volvieron al vagón y los viajes se hicieron más amenos, sobre todo cuando subían putas en algunas estaciones. Pero después llegaría el otro policía, el segundo, con una placa que desde el principio nos recordó su nombre: Babilonius López. Y coño, jamás olvidaríamos ese nombre. 
    

El tren