Saturday, January 24, 2009

El tren (I)

Por Chano Castaño
 

De niño siempre quise los viajes en tren. Continuamente mi padre viajaba de ciudad a ciudad en un vagón de clase baja, en donde habían cerdos, gallinas, personas con cara de perro, gatos agresivos y bebedores de todo momento, jugadores conspicuos, mujeres triviales y madres santas, niños sucios y bebes chillones, juerguistas de paso y comediantes podros. Abundaban las familias como la mía, que corrían de lado a lado buscando una oportunidad para salir de la miseria, del fracaso, de la repugnancia. Nadie sabía leer, nadie sabía escribir. Todos los que siempre viajaban en esos vagones eran vivos para el pillaje y el engaño. La policía nunca estaba y las oportunidades eran perfectas: juegos de mesa, bailes ocasionales, borracheras continuas de estación a estación. Ni siquiera mi padre estaba limpio de aquellos actos. Era una locuaz ave carroñera que sacaba billetes con trampas en el poker. Era un bailarín carterista que seducía para quitar joyas y carteras y los que lo conocían siempre advertían a los otros sobre la sagacidad que lo protegía. Nuestra familia vivía en el vagón y en hostales ocasionales cerca de las estaciones, mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí a restaurantes suculentos, donde para comprar comida buena no gastábamos mucho: todo lo robábamos--me incluyo en esta parte porque así empezó a suceder; mi padre hacía la distracción y yo metía la carne y las frutas o yo armaba una riña y el viejo, sagaz, old can, olfateaba en dos segundos y se metía a la puñetera, después nos íbamos y él me mostraba el dinero y los relojes de bolsillo.
Pero todo no fue siempre así. Hubo un viaje que no cambió nada realmente (porque pude haber dicho que cambió todo para siempre). Sino que fue un viaje muy importante para mi hermana, que nunca volvió al vagón y se casó con un leñador áspero, barbicarmíneo, de brazos como robles y cerebro como nuez. Después de ese viaje también empezaron a subir un policía en el vagón, un tipo que vestía ramplonamente y tenía que sacar su placa y su arma para que le creyeran que era un agente. A mi padre y a mí esto nos volvió el triple de astutos. Al principio tratamos de sobornar al policía pero el muy jayán, dándoselas de importante, nos dijo que su moral no se lo permitía. Desde ahí sé que para sobornar bien el dinero nunca es lo mejor, es simplemente un aderezo de otra cosa: el sexo. Después de muchas noches de hambre a mi padre se le ocurrió tomarse unos tragos con el policía, se fueron para una taberna de un pueblo llamado Likpe donde eran famosos los lupanares y los bailes; allí le dio una mujer, bebida y dinero al señor de la ley, y la moral se la tragó en la última copa de brandy, como si la moral fuera un fantasma que viene y va en el aire de las calamidades y los placeres. 
A este policía le dimos una dosis mensual de esto. Ocio, féminas furtivas, licor y veneno. Siempre, en cada velada en la que mi padre se iba con el policía a Likpe, yo ponía en su comida provisional un poco de hongo negro en polvo. Con el tiempo iría perdiendo su razón y se volvería un estúpido. Al año el agente ya no estaba vivo y por unas semanas el pillaje, el robo y el engaño volvieron al vagón y los viajes se hicieron más amenos, sobre todo cuando subían putas en algunas estaciones. Pero después llegaría el otro policía, el segundo, con una placa que desde el principio nos recordó su nombre: Babilonius López. Y coño, jamás olvidaríamos ese nombre. 
    

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