Wednesday, February 18, 2009

El Tren VIII

Por Chano Castaño



   Antes de ser un rock-star nunca había dormido solo. Comía cuando la mendicidad le otorgaba la suerte, cantaba destemplado bajo los puentes y en las esquinas de miles de metrópolis, esperaba la dosis que espanta el odio. Una noche cantó para todos los que estaban echando de una fiesta; era la mitad de una calle, aplaudía el público ebrio, la ausencia de música hacía que la voz de tarro, carrasposa y áspera, fuera un melodín perfecto, y una chica vestida de cuero negro salió cuando todo había acabado y le ofreció algo de comer, en su casa. Lo llevó como a un perro. Le dio un baño y una cama decente. Lo despertó con desayuno y comida fresca y le soltó la noticia: esta era su nueva vida y debía ganársela con sacrificio y sudor y lágrimas y puteadas. 
   En las giras del principio se portó como una basura juvenil y despreció oportunidades de todo tipo con chicas, grandes músicos y productores. Er de entenderse, apenas entraba en el negocio. Después del segundo disco y en la tercera gira su comportamiento cambió, sedujo chicas a ritmo de vedette y sucumbió a placeres gourmet, dejó algunas drogas, leyó libros y fue a otros conciertos a escuchar otra música. El tercer disco estaba vaticinado como el éxito de la década; ya todos lo tenían marcado con la idea de el hombre que salvó el rock y era un ejemplo social, de energía y voluntad. El gerente general de la disquera decidió que más del 60% del presupuesto anual se invertiría en la grabación y promoción del álbum, y con tanto dinero todo el mundo enloqueció. El trabajo se volvió rumba, excesos, pereza, lujos, facilidades. Y justo cuando faltaban pocos días para empezar a ensayar con los músicos, nuestro rock-star se quedó dormido en una mansión de Amsterdam y nunca llegó a la sala REC ni a su apartamento ni al cuarto de ensayo ni a la oficina de su jefa. El hombre se había alcoholizado tanto que no pudo levantarse en tres días y cuando regresó a su país ya lo habían remplazado. 
   Quiso vengarse pero no sabía cómo, de alguna manera su culpa estaba como una marca de agua sobre los hechos. Sus abundantes placeres lo demacraron hasta la negligencia, algo similar a lo que había pasado muchos años atrás, cuando era el hijo preferido de su familia y llegó a convertirse en una amenaza para ellos. Quería matar a todo el mundo y en las avalanchas de cocaína y morfina que entraban en su cuerpo hizo más de un intento. Después fue la calle. Después fue el rock. Ahora todo era nada. Nada era un silencio y una botella vacía y el cuarto metido en un vagón. 
   El tren lo recogió en la estación Pennac, donde conoció a la mujer que lo acompañaría por esta travesía loca. Él iba para un cuarto de clase alta y ella para uno de media. Como un caballero ofreció un espacio en su cuarto y ella lo aceptó--tal vez como una dama fácil o como una princesa o como una cabaretera, no se sabe muy bien, porque cuando entraron a la habitación hicieron el amor sin preguntarse muchas cosas y eso ya era un signo de afán y estupidez pero no les importaba nada,  siguieron así hasta que llegó el sol con su entrada azul y su frío tenebroso, entonces ellos se abrazaron y siguieron pegados, sudando copiosamente, intensos; enamorados dirían los pesimistas, precisos diría un calculista, perfectos diría un sátiro fotógrafo. 
   Un día el rock star salió de la habitación y llegando al baño vio cuando unos tipos, en un cuarto, le daban golpes a un joven. Es un pobre diablo sangrón y ratero, le dijeron los policías cuando él preguntó por la causa de la golpiza. Al oír las frases se integró al grupo y golpeó tanto al muchacho que un gordo lo detuvo con violencia; el joven se les iba entre cartílagos y equimosis y no convenía que muriera, pero igual fue indetenible su hora de partida y se les quedó allí, lacrimoso, sin rostro, vuelto una filigrana de carne podra. El rock star sobornó a los policías menos a uno, el que no estaba presente y era el jefe: Babilonius López. Le hablaron muy mal de él, de sus ataques neuróticos y del hambre de sangre con que vivía. Eso lo asustó y se encerró en su cuarto durante cien días y noventa y nueve noches, y hasta hoy, el día en que salió de su cuarto barbado, con las uñas largas y su acompañante embarazada, hasta hoy que yo he podido subir al bus por aviso de mi jefe, hasta hoy que él no sabe qué es el verdadero miedo y lo conocerá a pedazos, como en los libros o las películas, y así su agonía será de carne y alma, de cuerpo y substancia. Yo soy Lizcano Martín, el hermano de ese muchacho que este putañero mató por gracia de su locura idiota. Y esta noche la vendetta es mi juego todo o nada. 

Monday, February 16, 2009

El Tren VII

Por Chano Castaño



   Hace pocos días fui a ver a un tipo que lee la carta astral y adivina sucesos del porvenir. No le creí mucho porque soy devoto de mis dioses y de ellos ni hablo, no es asunto de palabras algo sagrado. Fui a verlo porque me lo recomendó el policía al que le regalo tabaco de la Habana y porque una tarde me di cuenta que alguien lo quería asesinar. 
   Era un día caluroso, extrañamente caluroso. Salí a comprar algo de beber al bar y vi que el dueño del tren estaba sentado con un viejo canoso y gordinflón. Me llamó la atención que tenía un parecido inusual con uno de los sujetos que había visto el día que mataron a Cabrera Infante. Yo ya me había relajado con el tema y no me importaba encontrármelos de frente. No me reconocerían, quien me vio ya está muerto. Su olor todavía permanece en el cuchillo que siempre llevo en el jersey. Por el momento me quería concentrar en llegar a la Gran Subasta, donde podré quitarle dinero, joyas, prendas y chequeras a la gente. Cuando pedí un ron vi que un tipo entró al por la puerta del fondo, empezó a pedir disculpas mientras pasaba apresurado y cuando llegó hasta la mesa del dueño del tren se detuvo. Saludó limpiándose las manos en el pantalón. Estaba agitado. Su respiración no lo dejaba hablar. Yo supuse que algo andaba mal además que sí, era él, el hermano del dueño de cada uno de estos vagones, el que en verdad yo había visto en compañía de las mujeres bellas la noche en que mataron a Cabrera Infante. 
   Me quedé escuchando su conversación con atención de vieja chismosa. Pedí más licor para poder acompañar mi espionaje. Estos tipos están enfermos y esa noche me di cuenta. El dueño de los trenes hablaba de una mujer a la que había torturado en su cuarto porque cantaba ópera y su hermano, otro demente, dijo que en le Gran Subasta estarían los coleccionistas más famosos de mundo y con más dinero, que por eso llevaban las gafas del amanuense cubano, un bastón de Borges, una película inédita donde aparece Pancho Villa, dos cuadros de Francis Bacon inéditos, una pulsera de Manco Inca Yupanqui y unas fotografías pornográficas de Hitler. El tipo tenía bastantes particularidades para vender, se notaba que se volvía más rico en cada subasta. El dueño de los trenes felicitó a su hermano y le dijo que tenía alguien a quien quería presentarle y empezó a hablar el gordinflón que los acompañaba. Se presentó como Albeiro Guerra Field y entre el susurro que era su voz alcancé a escuchar que había un astrólogo al que sería interesante preguntarle por el porvenir, que estaba en un vagón cercano y que ya tenía fama entre los pasajeros. El dueño de los trenes intervino y le dijo a su hermano que si quería se lo llevaba al cuarto, pero éste se negó argumentando que sería mejor en el cuarto de siempre--y ahí fue que dijo la frase clave--, donde solían torturar y comer a los elegidos. La mujer de la ópera fue una de tantas en su menú. Y cuando estos tres se empezaron a reír y brindaron por su próxima víctima a mí se me erizó la piel y se me helaron los pies. Algo andaba mal y debía ayudar. Fue así que le pregunté a Babilonius por el astrólogo y él, humilde entre su barbaridad, me dirigió hasta su vagón, donde olía a incienso y había brandy servido en el escritorio. El tipo se dio cuenta que yo era cubano y su expresión me lo dijo porque es el rostro de quien siente un isleño cerca. Yo me relajé lo que más pude y cuando salí de su consultorio le dejé una nota donde le advertí de su asesinato y le establecí una cita hoy, acá en el bar, a esta hora. El tipo no viene y eso no me gusta. ¿Qué tal me hayan espiado? No encontrarían nada, sólo un cuchillo y sangre seca. Igual no les importará matarme, pues a la mujer que cantaba la ópera, por lo que escuché, la hicieron pasar por ahorcada a sabiendas que no quedaba ya ni un gramo de su cuerpo. 
   De repente el astrólogo llega. Le tiendo la silla vacía que tengo cerca, lo saludo cordial y empezamos a hablar. El tipo me dice que no ve quién lo pueda asesinar. Yo le digo que no es un crimen con móviles fuertes: simplemente ganas de tragarse a alguien. Le comento lo que se, sobre los planes del dueño del tren y su hermano. El astrólogo se rasca la barbilla y espera, da bocanadas a un cigarrillo y se queda mirando el horizonte en la ventana que está detrás de la barra. Piensa en su muerte. Piensa en que mañana puede desaparecer. Piensa que esta será su última vez en un bar y que fue con un cubano sin gusto ni gracia que le advirtió su crimen. El astrólogo debe pensar que yo soy quien lo va a matar y eso lo demuestra con las idas múltiples al baño. Está nervioso. Yo me quedo quieto y trato de ayudar sin hacer ruido. El tipo se desmaya en el asiento de la barra, lo recojo y lo llevo a mi habitación. Está mal, viene a despertarse cuando le paso un poco de agua. Se asusta cuando ve que está sobre mi cama pero se calma porque empieza a darse cuenta que lo quiero ayudar. Me dice que pidamos servicio a la habitación y mando traer carnes. Cuando salgo a recibir el pedido, el camarero me cuenta que tengo que acompañarlo porque hay en la cocina un plato que no saben si es de esta habitación o de otra. Al principio trato de dilatar el esfuerzo y termino en pelea, así que me toca ir hasta esa lugar que huele a cebolla y a grasa y a regueros de toda índole. Allí me dicen que el plato ya lo habían despachado, que ya habían averiguado a dónde iba. Me da rabia pero hay algo que me da más rabia y es llegar a mi habitación y darme cuenta que el astrólogo está perdido, que no aparece, que no dejó ni rastro, y que mierda si da duro aceptarlo pero es mi culpa, mi habanera culpa, mi tropical sandez, mi calurosa torpeza. Frente a mi puerta me agacho y lloro. Ese hombre debe estar muerto o bailando el cha cha chá con alguna diablilla del infierno. Ya nada me importa. Seguiré mi camino esperando llegar a la subasta y no me pondré de héroe a salvar a otros. Soy un ladrón profesional, sin emociones, sin remordimientos. Pero coño, qué sed. Doy una vuelta y regreso al bar, donde veo unos tipos que llevan una bolsa negra. Me voy tras ellos, sigiloso y silencioso. Veo cuando pasan todos los vagones de clase alta y llegan hasta el segundo vagón, el que va detrás de la locomotora, y entonces se meten a una habitación que parece la del dueño del tren y de la cual sale música clásica. Yo me escondo y escucho algunas cosas que pasan adentro. Efectivamente es el astrólogo y sus gritos se pierden cuando cierran la puerta. Apenas si alcanzo a escuchar un crujido y el volumen de la música que sube. Un vacío se apodera de mi vientre y sudo copiosamente, me da un ataque de sed y decido regresar. Cuando paso junto al bar de veo una madre que pasa como loca preguntando por su hijo. Es una pobretona de los vagones de clase baja, pero su angustia es contagiosa. Cuando se aferra de mí me pide ayuda pero le digo que me suelte, ella me sacude el jersey y forcejeamos porque no se quiere quitar de encima, entonces la empujo más duro y se va al suelo. La ola de gritos no se hace esperar así que salgo corriendo en dirección a mi habitación y me escondo. Me recuesto contra la almohada y abro un libro que venía leyendo sobre José Martí, y me encuentro una nota bastante loca en la que alguien me advierte que en una semana me devolveré a la Habana. Esa nota está firmada por Cabrera Infante. 

Friday, February 13, 2009

El Tren VI

Por Chano Castaño
   Hace muchos años escribí una novela que jamás fue publicada y hace dos días, en una conversación trivial que tuve con un hombre más joven que yo, me di cuenta que el personaje que yo había creado y había construido hueso a hueso, era él. Un hijo perdido de tinta, seguramente, pero me parece que el fenómeno va mucho más lejos. 
   Todo empezó realmente cuando tenía 20 años y era un joven lleno de vida, con tabaco siempre en el bolsillo, vestido elegantemente, soberbio a la hora de hablar con mujeres, dispuesto a la danza, al cha cha chá, preparado para la pelea, vivaz al momento del negocio y la fiesta, memorioso como para recordar los nombres de cada noche y las historias de esos nombres, cantante improvisado, negociador fecundo, viajero imparable, poeta siempre elocuente. Todo empezó, les decía, cuando yo era así y el tiempo no parecía importarme. 
   Era una noche cualquiera en un bar cualquiera de una ciudad cualquiera (como ven mi memoria ha perdido ya capacidades), y yo estaba con dos amigos a los que no veía desde que se fueron en una expedición a Madagascar. Tomábamos rhum porque decían que ayudaba con las mujeres. La música era jazz y blues y salsa y algo de soul. Ellos me hablaban de su aventura loca con leones, panteras, grandes tribus caníbales y aquel mar que nunca podrían olvidar. En esas me encontraba cuando una dama me sacó a bailar. En la pista apreté su cadera y le pregunté el nombre. Me dijo que se llamaba Dorotea Valdivieso, que venía de Colombia y que estaba encantada en el país de los trenes. Le seguí preguntando cosas y bailamos haciendo otras actividades simultáneas: desocupamos botellas, acabamos paquetes de cigarrillos, empujamos otras parejas, gritamos y cantamos y nos besamos locamente. Y seguíamos bailando mientras cada cosa sucedía. Y cuando yo me di cuenta, sin corbata y descamisado y ella desarreglada y hermosa, ya era el amanecer y tenía que irme a casa. Dorotea se ofreció acompañarme pero le dije que no, que prefería llegar solo. Ella insistió así que le dije que bueno, que no importaba, que se fuera a dormir conmigo. No quería parecer un patán así que pedí un taxi, abrí la puerta y ella entró sin sospechar que yo cerraba sin subirme, que yo la abandonaba porque era mi negocio. Siempre ese taxista fue fiel al grupo y jamás delató nuestras posiciones. El negocio era redondo y las chichas caían fáciles. El proceso era lo tortuoso, por eso nunca quise ver cómo las amarraban ni cómo las mandaban, fríamente, en un barco que iba para la China. Allí se convertían en mujeres guapísimas que trabajarían de putas. Sí, el asunto era trata de blancas, y qué. 
   Me convertí en millonario cuando empecé a trabajar con el grupo. Nunca tuvimos nombre, siempre fuimos anónimos--aún los seguimos siendo. Repartimos chicas por el mundo: Suiza, Inglaterra, Japón, Tailandia, Portugal, España, Italia, Noruega, Irlanda, Alemania, Francia, Sur África, China. Al único lugar donde nunca mandamos mujeres fue a Latinoamérica porque allí proliferan las mujeres hermosas y es una pérdida atestar de vaginas un lugar que ya está repleto. Nuestros mejores clientes eran los ingleses, los alemanes y los chinos. Les encantaban las damas que embarcábamos porque bailaban bien, eran cultas, servían para tener sexo y nunca pretendían casarse contigo. Aclaro acá que siempre escogimos lo mejor y el bar en el que nos la pasábamos en el país de los trenes era una fachada perfecta. Sus adornos eran preciosos, su música siempre contemporánea llamaba las más bellas, sus licores finos eran venenos para embrujar las hadas y el dueño, el gran jefe, ese tipo al que nunca le vi el rostro, siempre estaba listo a gastar en suntuosidades para mover el negocio. Es triste decirlo--y ahora es más triste que nunca--pero no me pude enamorar porque todas las mujeres que tuve terminaron en otro lado. Y sí que amé mujeres bellas, pero cada amor fue de una noche, de una cama, de una última mirada. 
   Mi vida como escritor es diferente. Llevo mucho tiempo haciéndolo, pero fue más tiempo el que perdí. Mi cotidianidad era una aventura, un pillaje que mantenía la tensión. Yo era una ficha dentro del juego y disfruté cada partida. No fui como otros que se largaron arrepentidos a fastidiarnos el camino a los que quedábamos. Con el paso de las horas te das cuenta de la falta de amor. Y desesperas como un niño pequeño al que se le asesina su madre. Así me pasó con las palabras: llegó el momento en que vi su ausencia en mi camino. La presencia de un poema reverberó mi grito de libertad, aquel grito interior que llevamos apagado o prendido, y cada frase que leí me fue cambiando la cara hasta que decidí renunciar, dejar atrás las noches entre los amores pasajeros, las lunas redondas llenas de sangre, las luces preciosas que hacían pública tu guardia y tus gestos. Quise que mi espalda aguantara el peso de una vida digna, que mis manos crearan el sueño de los otros y que mis ojos empezaran a ver algo más que mercancía en las personas. Y me convertí en lo que soy, aunque me confieso: jamás he dejado de ser lo que fui.
   Ese personaje de mi novela que me encontré hoy acá ha venido a asesinarme o a decirme un mensaje importante. Si no fuera así el destino me lo hubiera puesto en otra parte, pero lo ha colocado entre las miles de personas que pasan por estos vagones, y el hecho de verlo, de hablar con él, de soportarlo, de agradarle, es algo que está afectando poco a poco mis facultades mentales. Me estoy volviendo loco aunque sienta que esa locura es el paraíso. Y sé que él también enloquece lentamente junto a mí, porque en sus ojos el brillo de la vida se vuelve turbio y en el temblor de sus manos se refleja el desespero. Lo más extraño en todo esto es que ese personaje viene a vengarse, como en mi novela, pues su madre es una de aquellas mujeres que envié al otro lado del mundo. Y tras muchas noches de dolor, de llanto, de sangre y furia, tal vez se decidió a contarle lo que fue su vida. Y a través de nombres perdidos y recuerdos fugaces de repente mi rostro vino a la memoria de cualquiera de esas mujeres, y su hijo estaba allí para atraparla, para nunca olvidarla, para hacer de ella una obsesión. Aquí espero entonces sin vacilar mucho y bebiendo vino. La muerte a de llegar vestida de blanco o en la media noche. Mi hijo de tinta esperará el mejor momento, pero eso yo no se cuándo será. Sólo conozco su ansia de venganza. Y la entiendo, que es algo mejor que compartirla. 
   

Wednesday, February 04, 2009

El Tren (V)

Por Chano castaño



   Anoche leí la carta astral a una mujer y esta mañana amaneció ahorcada en su cuarto. La soga estaba bien amarrada y su cuello quedó torcido como una tuerca chata. Los policías (peleles sin excepción) hablaron de móviles absurdos y su comandante (el tabarrón del siglo) aseguró que en el tren había un asesino que sería encontrado con prontitud. Yo podría ser ese criminal, pero nadie sabe qué le dije a Maritza Cantoná. Y nadie lo sabrá. Mis lecturas del porvenir y de los ciclos son secretas. Nadie debe escucharlas a no ser que sea el que paga. Nadie debe intentar poner trabas al destino ya escrito. Nadie puede refutar mis palabras. Nadie puede mirar mis ojos.
   Esa mujer había llegado a mi cuarto porque el políglota que está en el siguiente vagón me recomendó, un sujeto hablador, cultivado, bebedor de vino blanco y que tocó la puerta de mi habitación una tarde y me contó que Babilonius López, el jefe de los policías que van en el tren, me había sugerido para que limpiara su alma y esclareciera su porvenir: y esa viga de la ley, ese crápula de macana y 38, fue mi primer cliente, pues cuando pasó las primeras noches en el vagón 14, aquel donde está lo peor de lo peor, me arrestó por andar vendiendo esencias y aguas espirituosas. Cuando estaba apresado en la habitación que improvisadamente convirtieron en calabozo, Babilonius se acercó a mí y contó su tragedia, y me dijo que si podía ayudarle en algo lo hiciera, y entonces su carta astral le deduje sin mayor compromiso y me soltó después con la frescura de un viento tropical, con la relajación de un filete. No nos volvimos amigos porque no hay que ser amigo de la policía, pero tampoco dejamos de saludarnos y de hacernos regalos, de conversar ocasionalmente y de comer en los días de fiesta. Muchos de mis clientes me los ha enviado él. No cobra comisión sino que pide que le retribuya el servicio con más revelaciones de sus estrellas. Y en una de esas amabilidades con alguien Babilonius me envió al políglota y éste después a la muerta. 
   La mujer llegó llorando (tenía poco tiempo de vida y yo no lo sabía, pero ella sí) y me dijo que necesitaba conocer su futuro cercano, el de los meses que venía. No recuerdo todo lo que comenté mientras miraba su carta, pero hubo un momento inolvidable. Le dije que el ciclo de un buen amor había terminado y que duraría un tiempo a solas, sin nadie. La mujer empezó a lagrimear despacio, a resoplar y a callar sus gemidos, y estalló en un grito que me hizo dar un brinco del asiento. Le di un vaso de agua, ofrecí un cigarrillo y le serví un brandy y ella aceptó cada relajante con una vibración y un desespero que preferí decirle que se fuera, que la terminaba de atender otro día. Siempre me han alterado las mujeres nerviosas porque cometen demasiadas estupideces. Ella se suicidó esta madrugada. 
   Para llegar a mi destino faltan pocas estaciones. No voy para La Subasta Global que comentan en el casino cada noche, sino para la casa de campo de Abigaíl Gushnok, un mago blanco que me enseñará los trucos de la sanación natural y de la conexión profunda con el cosmos. Con él espero aprender a llevar mi alma hasta otros seres, a orbitar sobre lugares de poder, a bailar con el espíritu del tambor que mueve el planeta y a rejuvenecer mi cuerpo a través de la dicha, la imaginación y la meditación. No me vale un peso, soy un elegido en la distancia. Él me escribió para que lo visitara porque se encontró con mi línea existencial en uno de sus viajes y quedó sorprendido. Para no parecer un forastero miserable he traído quesos finos, vinos exquisitos, algunos frutos de mar que no se consiguen cerca, esencias con especias únicas, trajes de poder, libros, música y un bastón de mando. Con las ganancias que me han dejado los clientes del tren pienso decirle algún día al maestro que nos vayamos de viaje. Sé que me dirá gustoso el si. 
   Ahora mismo me encuentro preparando la mesa para un cliente que aviso que pasaría hoy en la tarde. Bebo brandy y le doy fumadas a la pipa. Escucho música rusa, pura balalaika. Mis sentidos están concentrados en varios estímulos que configuran una gran emoción; el ritmo del tren, la luz perfecta del cenit, el paisaje verde que se corta en dos por el cableado de los postes, el aroma abundante del vapor de canela. Podría decir que si aquella mujer no hubiera muerto estaría experimentando un día perfecto. Alguien toca la puerta. Sigan. Es un tipo medio elegante. Huele a puros y a rhum. No es blanco ni negro, es mulato. Los dedos de sus manos son largos. La barba la tiene de 3 días y sus modales son eficientes. No me fastidia. 
   Empiezo a leerle la carta y sin que él me lo diga sé que es de la Habana y que ahora mismo porta un cuchillo en el bolsillo del jersey. Eso no me lo dicen las estrellas sino mis recuerdos. Sólo en aquella ciudad cubana el ron huele así, y la sangre seca no se ve en ninguna parte de su vestido, así que asumo que la tiene pegada en otro lado. Igual atiendo al tipo y hasta termino bebiendo un par de tragos con él. Cuando sale miro bajo la silla donde estaba sentado y encuentro una nota:

Nos vemos en el bar de clase alta mañana a las 9:OO PM . Necesito contarle quién mató a Maritza Cantoná. Y de paso advertir que usted es el próximo. 


   

Tuesday, February 03, 2009

El Tren (IV)

Por Chano Castaño



   La última vez que estuve en la Habana me encontré con Cabrera Infante. Lo vi lejos, sentado en una mesa con dos sujetos risueños, uno canoso el otro calvo, fumaban y tenían libros sobre la mesa, me miraron y no les importé, luego bebieron mojitos y llegaron las mujeres. Eran tres pa´ tres. Una rubia de ojos verdes y grupa tensa, una morena de pelo lizo y labios carnosos y una peliroja tetona de cara espectacular, tan espectacular como la comida que les trajeron luego, y aun más espectacular que el precio de la cuenta. No recuerdo haber visto a Cabrera Infante borracho pero sí que por su culpa hoy viajo en este tren.
   Había un concierto de Ernesto Lecuona & los Lecuona Cuban Boys. Lleno total, no cabían las personas. Me logré colar por suerte de bobo. Como seguí a Cabrera Infante desde el restaurant cuando llegué al teatro me fui a espaldas de uno de los acompañantes del escritor, y me hice pasar por uno mas del grupo, con una sonrisa grande y una mano arriba. Adentro las cosas cambiaron. Cabrera Infante se perdía entre la muchedumbre y los que reconocían su rostro los saludaban efusivamente. Muchos gritaron cosas como !Vean quién esta aquí! o !Un viva para el escritor! o !Pase usted, doctor Infante!, pero hablando ya en serio, sin ron ni son, creo que ninguno de esos coñudos cubanos conocía al amanuense del trópico que tenían enfrente, porque en sus rostros había un prejuicio, un valor invisible pero palpable, una actitud rancia y doble para con el que los contaba afuera como eran de verdad. 
   En un momento me perdí y entre los empujones, el sudor y las conversaciones, desemboqué a unas escaleras que subían a los palcos del teatro. Por la calidad de mi perseguido supuse que estaría en uno de aquellos y en lo que usted, lector impaciente, se demora subiendo tres escaleras, yo hice veinte.  Arriba todo estaba oscuro, las únicas luces eran los contornos de las puertas cerradas de cada balcón. En algunos salía olor a tabaco fino, en otros apestaba a cigarrillo, en los del final un vaho de ron y de pólvora delataba los narcos, y qué joda, en el último estaba Cabrera Infante. Abrí sin pena y vi que había una orgía; las tres mujeres, los acompañantes y el escritor estaban anudados por todas partes; se metían los dedos, se chupaban los orificios, se apretaban sin compasión, escupían húmedos y lubricados, penetraban lo que se atravesara, olfateaban distinguiendo y mordían salvajes, y uno de ellos, creo que el calvo, levantó la mirada y vio mi silueta y luego mi rostro más excitado que nunca. Salí corriendo pero nadie me persiguió entonces me detuve. Volví pero cuando iba a abrir la puerta escuché un grito de mujer y me asusté. No hubo más sonidos. No parecía nada grave. Abajo continuaba la bulla de la gente. Entonces puse de nuevo mi mano en la chapa, sudando a cántaros, y la giré lentamente: adentro descansaba sentado y desnudo Cabrera Infante y parecía dormido. Cuando me acerqué su cuerpo estaba tibio. No respiraba. Al quererlo cargar para bajarlo sentí en sus costillas derechas las puñaladas que brindaban sangre copiosamente. Me asuste y salí corriendo del balcón y del teatro. Cuando estuve en la calle vi a lo lejos, volteando en la esquina, a las tres mujeres y los dos sujetos. Los perseguí sin presura. A pocas cuadras subieron a un hotel. Los esperé afuera y fumé tabaquitos para disipar el miedo. Un taxi los estaba esperando y cuando salieron y subieron todo el calvo dijo que había olvidado algo--hay me di cuenta que era argentino--y se devolvió. Yo entré detrás suyo y subí hasta el cuarto piso, en donde un corredor estrecho de tapete desgastado iba llevando hasta el fondo, entre puertas chillonas de madera sin laca y lámparas antiguas. El calvo había dejado la puerta abierta así que vi lo que hacía. Estaba revisando un papel. Yo estaba frente a la puerta y él estaba en mi misma posición pero adentro. Las presencias se percibieron y en un segundo sus ojos se fijaron en los míos. Esta vez no corrí. Armé una reyerta sin vacilar y nos tiramos abrazados al suelo. Las imágenes de la orgía vinieron a mí como un golpe. En un momento él ganaba el combate pues logró restablecerse y patear mi estómago, pero no contaba con un detalle. Como todo ladrón profesional siempre debo llevar un arma y aunque hoy no quería trabajar saqué la navaja por si algo. Y coño, las cosas de la vida: la herramienta me salvaría. Cuando mandó la segunda patada yo la tenía abierta sobre mi pecho y se la enterré en el tobillo. Le corté los tendones y se fue al suelo. Gritó desesperado y yo miré el cuarto de un lado a otro hasta que detecté el papel que el argentino revisaba. Era una lista de nombres desconocidos menos por el de Guillermo Cabrera Infante, que aparecía chuleado con tinta roja. Antes de escapar apuñalé al gaucho en el corazón. 
   Salí del hotel y vi que el taxi había arrancado. Me devolví y le pregunté a un botones, después de saludarlo con un billete en la mano, que quiénes eran esos tipos: me dijo que unos extranjeros pacíficos que habían llegado para firmar un contrato importantísimo acá en la Habana. Le dije que si sabía si iban a salir del país y me dijo que no, que iban a bailar un rato y ya volverían. Ese dato me asustó un poco. Volví a la habitación y vi el cuerpo del argentino sobre un charco de sangre. Abrí el clóset y esculqué sus maletas. No tenían armas de fuego pero sí muchos libros de literatura. También había un mapa, un mapa que también estaba entre el bolso de tangas de la mona y entre la cartera de la peliroja y bajo las blusas de la morena y entre una página del libro de uno de los tipos y puta madre, el del argentino, seguramente el líder de la banda, estaba pegado en el baño con chinches de colores. Era una ruta larga que cruzaba el país de los trenes.  Al siguiente día me embarqué hacía allá y empecé la ruta, y mierda, al parecer lo que se viene es grande. Le mostré el mapa a un ebrio con el que bebí la otra noche y me dijo que ese lugar era La Subasta Global, que allí se reunían una vez al año millonarios de todo el mundo a comprar objetos preciados, fetiches de los más poderosos, invaluables preseas que sólo el buen dinero podía comprar. Y coño, las cosas de la vida: me acordé que Cabrera Infante ya muerto no tenía puestas sus gafas redondas. 

Sunday, February 01, 2009

El Tren (III)

Por Chano Castaño
   

   Soy uno de los fundadores del tren y las manos de mis trabajadores, callosas y sangrantes, ayudaron a construir cada riel y a poner las tablas de cada estación; y aunque yo nunca me moví demasiado para transformar las cosas, creo que mi dinero hace todo lo que puede. Alguna vez mi padre me contó la historia de la fortuna familiar y me impresionó que sólo mi bisabuelo hubiera tenido que ensuciarse las manos, pues a decir verdad el resto de consanguíneos somos perezosos, amañados, bebedores, mujeriegos y negociantes. Ese es el secreto: sabemos hacer de todo para sacar el trato adelante, cualquier trato. 
   Este tren es el fruto podrido de años de esfuerzo corrupto. El acero fue robado en su mayor parte; los maquinistas, los que acicalan los vagones, los mecánicos que revisan que todo funcione, las taquilleras, los aseadores, los cocineros y los barman, son pagos con dinero ripio que de seguro no alcanza ni para el pan. Yo me quedo con todas las ganancias reales y no comparto nada por principio de generosidad, sólo doy algo a los míos que mas bien son pocos: mi mujer, mi amante, mis hijos, mis bastardos, mi familia del sur y un amigo alcohólico que mantengo porque quiero.
   Casi nunca las mujeres me parecen hermosas, ni los hombres ni los niños ni los muertos. Hay algo de fobia en mí para todos, algo de miedo escarchado en mis cavernas; y en este tren día a día, mientras mis ojos atraviesan los infinitos horizontes que veo por la ventana, aquel odio va calmándose, y cuando bebo se acrecienta y al tener sexo desaparece. Pero vuelve. Retorna desde un centro finito que me sostiene, y vuelvo a golpear una chica y a patear un perro, y sigo insultando negros, maricas, niños, ancianos, pobres, ricos, locos, poetas, cineastas, peluqueros, filósofos. Y mi corazón se cocina en la boca de un dragón pues un fuego perverso me extorsiona la paciencia y no aguanto. Termino por matar a alguien. 
   La última vez fue una mujer que cantaba ópera. 
   Viajaba en el vagón de los millonarios pero no tenía un centavo. Sus ropas, joyas y sombreros eran de la ex de su amante, un petrolero abominable que ya me había a mandado a hacer más de un tren para sus barriles. Sus modales no eran de cuna y mientras los caballeros de monóculo y risa parca hablaban de literatura y de ciencia y de negocios y de pornografía, ella siempre hablaba de un teatro para el que alguna vez cantó, de unas giras que dio por el mundo, de aquella ocasión en que le rindieron honores de primera dama. En realidad era la última dama. Las otras que compartían bar y restaurante con ella en verdad eran distinguidas; lucían sus vestidos con originalidad, bailaban con la suavidad de un guante, olían como se veían, nunca se embriagaban aunque estuvieran vueltas pirujas y mantenían modales, suavidad, elegancia. 
   Un día esta mujer volvió a sus cantos como una forma de salvarse de la soledad. 
   Y ese fue su error. 
   Esa mañana miré mi pistola como una mujer desnuda. La cargué como si estuviera construyendo el mundo. Bala a bala a bala a bala fui llegando hasta su cuarto, del que emanaba esa extasiada voz llamadora de la muerte. Un canto final. Su muerte no fue rápida porque soy un elogio a la lentitud, al deleite. La amarré y la llevé hasta mi aposento que es todo un vagón. Cerré las puertas, abrí mi cajón de herramientas y disfruté concupiscente. Al final, ya sin saber que había amarrado en la pared, disparé resuelto y ebrio de locura y desquite. Vendetta contra el mundo resuelto y ebrio de maldad que me había ilustrado, tanto en el papel como en el alma. 
   Esos momentos ya han disminuido su frecuencia. 
   Espero que no vuelva a suceder. 
   Amanezco asqueado y oliendo a sal húmeda. 
   Olvido todo y recuerdo todo.
   Y en otras ocasiones leo novelas hasta el cansancio y escribo cartas a remitentes fantasmas, retrato los paisajes que veo desde el tren y los hoteles, compongo canciones de guitarra y canto, hago teorías astrales, escupo el suelo, cierro tratos y voy a la Habana por un daiquirí. 
   Pero hay algo que en realidad ha destruido mi paraíso de corrupción y abundancia. 
   Un niño
   Un hijo de una mujer que amo pero que no puedo ver. 
   Ella es muda y sorda y torpe. 
   Yo soy loco y sangrón y frenético. 
   Y ese niño es la suma de las partes. 
   Y ese niño es mi próxima víctima: 
    su inocencia despierta mi sevicia.