Tuesday, February 03, 2009

El Tren (IV)

Por Chano Castaño



   La última vez que estuve en la Habana me encontré con Cabrera Infante. Lo vi lejos, sentado en una mesa con dos sujetos risueños, uno canoso el otro calvo, fumaban y tenían libros sobre la mesa, me miraron y no les importé, luego bebieron mojitos y llegaron las mujeres. Eran tres pa´ tres. Una rubia de ojos verdes y grupa tensa, una morena de pelo lizo y labios carnosos y una peliroja tetona de cara espectacular, tan espectacular como la comida que les trajeron luego, y aun más espectacular que el precio de la cuenta. No recuerdo haber visto a Cabrera Infante borracho pero sí que por su culpa hoy viajo en este tren.
   Había un concierto de Ernesto Lecuona & los Lecuona Cuban Boys. Lleno total, no cabían las personas. Me logré colar por suerte de bobo. Como seguí a Cabrera Infante desde el restaurant cuando llegué al teatro me fui a espaldas de uno de los acompañantes del escritor, y me hice pasar por uno mas del grupo, con una sonrisa grande y una mano arriba. Adentro las cosas cambiaron. Cabrera Infante se perdía entre la muchedumbre y los que reconocían su rostro los saludaban efusivamente. Muchos gritaron cosas como !Vean quién esta aquí! o !Un viva para el escritor! o !Pase usted, doctor Infante!, pero hablando ya en serio, sin ron ni son, creo que ninguno de esos coñudos cubanos conocía al amanuense del trópico que tenían enfrente, porque en sus rostros había un prejuicio, un valor invisible pero palpable, una actitud rancia y doble para con el que los contaba afuera como eran de verdad. 
   En un momento me perdí y entre los empujones, el sudor y las conversaciones, desemboqué a unas escaleras que subían a los palcos del teatro. Por la calidad de mi perseguido supuse que estaría en uno de aquellos y en lo que usted, lector impaciente, se demora subiendo tres escaleras, yo hice veinte.  Arriba todo estaba oscuro, las únicas luces eran los contornos de las puertas cerradas de cada balcón. En algunos salía olor a tabaco fino, en otros apestaba a cigarrillo, en los del final un vaho de ron y de pólvora delataba los narcos, y qué joda, en el último estaba Cabrera Infante. Abrí sin pena y vi que había una orgía; las tres mujeres, los acompañantes y el escritor estaban anudados por todas partes; se metían los dedos, se chupaban los orificios, se apretaban sin compasión, escupían húmedos y lubricados, penetraban lo que se atravesara, olfateaban distinguiendo y mordían salvajes, y uno de ellos, creo que el calvo, levantó la mirada y vio mi silueta y luego mi rostro más excitado que nunca. Salí corriendo pero nadie me persiguió entonces me detuve. Volví pero cuando iba a abrir la puerta escuché un grito de mujer y me asusté. No hubo más sonidos. No parecía nada grave. Abajo continuaba la bulla de la gente. Entonces puse de nuevo mi mano en la chapa, sudando a cántaros, y la giré lentamente: adentro descansaba sentado y desnudo Cabrera Infante y parecía dormido. Cuando me acerqué su cuerpo estaba tibio. No respiraba. Al quererlo cargar para bajarlo sentí en sus costillas derechas las puñaladas que brindaban sangre copiosamente. Me asuste y salí corriendo del balcón y del teatro. Cuando estuve en la calle vi a lo lejos, volteando en la esquina, a las tres mujeres y los dos sujetos. Los perseguí sin presura. A pocas cuadras subieron a un hotel. Los esperé afuera y fumé tabaquitos para disipar el miedo. Un taxi los estaba esperando y cuando salieron y subieron todo el calvo dijo que había olvidado algo--hay me di cuenta que era argentino--y se devolvió. Yo entré detrás suyo y subí hasta el cuarto piso, en donde un corredor estrecho de tapete desgastado iba llevando hasta el fondo, entre puertas chillonas de madera sin laca y lámparas antiguas. El calvo había dejado la puerta abierta así que vi lo que hacía. Estaba revisando un papel. Yo estaba frente a la puerta y él estaba en mi misma posición pero adentro. Las presencias se percibieron y en un segundo sus ojos se fijaron en los míos. Esta vez no corrí. Armé una reyerta sin vacilar y nos tiramos abrazados al suelo. Las imágenes de la orgía vinieron a mí como un golpe. En un momento él ganaba el combate pues logró restablecerse y patear mi estómago, pero no contaba con un detalle. Como todo ladrón profesional siempre debo llevar un arma y aunque hoy no quería trabajar saqué la navaja por si algo. Y coño, las cosas de la vida: la herramienta me salvaría. Cuando mandó la segunda patada yo la tenía abierta sobre mi pecho y se la enterré en el tobillo. Le corté los tendones y se fue al suelo. Gritó desesperado y yo miré el cuarto de un lado a otro hasta que detecté el papel que el argentino revisaba. Era una lista de nombres desconocidos menos por el de Guillermo Cabrera Infante, que aparecía chuleado con tinta roja. Antes de escapar apuñalé al gaucho en el corazón. 
   Salí del hotel y vi que el taxi había arrancado. Me devolví y le pregunté a un botones, después de saludarlo con un billete en la mano, que quiénes eran esos tipos: me dijo que unos extranjeros pacíficos que habían llegado para firmar un contrato importantísimo acá en la Habana. Le dije que si sabía si iban a salir del país y me dijo que no, que iban a bailar un rato y ya volverían. Ese dato me asustó un poco. Volví a la habitación y vi el cuerpo del argentino sobre un charco de sangre. Abrí el clóset y esculqué sus maletas. No tenían armas de fuego pero sí muchos libros de literatura. También había un mapa, un mapa que también estaba entre el bolso de tangas de la mona y entre la cartera de la peliroja y bajo las blusas de la morena y entre una página del libro de uno de los tipos y puta madre, el del argentino, seguramente el líder de la banda, estaba pegado en el baño con chinches de colores. Era una ruta larga que cruzaba el país de los trenes.  Al siguiente día me embarqué hacía allá y empecé la ruta, y mierda, al parecer lo que se viene es grande. Le mostré el mapa a un ebrio con el que bebí la otra noche y me dijo que ese lugar era La Subasta Global, que allí se reunían una vez al año millonarios de todo el mundo a comprar objetos preciados, fetiches de los más poderosos, invaluables preseas que sólo el buen dinero podía comprar. Y coño, las cosas de la vida: me acordé que Cabrera Infante ya muerto no tenía puestas sus gafas redondas. 

No comments: