Friday, February 13, 2009

El Tren VI

Por Chano Castaño
   Hace muchos años escribí una novela que jamás fue publicada y hace dos días, en una conversación trivial que tuve con un hombre más joven que yo, me di cuenta que el personaje que yo había creado y había construido hueso a hueso, era él. Un hijo perdido de tinta, seguramente, pero me parece que el fenómeno va mucho más lejos. 
   Todo empezó realmente cuando tenía 20 años y era un joven lleno de vida, con tabaco siempre en el bolsillo, vestido elegantemente, soberbio a la hora de hablar con mujeres, dispuesto a la danza, al cha cha chá, preparado para la pelea, vivaz al momento del negocio y la fiesta, memorioso como para recordar los nombres de cada noche y las historias de esos nombres, cantante improvisado, negociador fecundo, viajero imparable, poeta siempre elocuente. Todo empezó, les decía, cuando yo era así y el tiempo no parecía importarme. 
   Era una noche cualquiera en un bar cualquiera de una ciudad cualquiera (como ven mi memoria ha perdido ya capacidades), y yo estaba con dos amigos a los que no veía desde que se fueron en una expedición a Madagascar. Tomábamos rhum porque decían que ayudaba con las mujeres. La música era jazz y blues y salsa y algo de soul. Ellos me hablaban de su aventura loca con leones, panteras, grandes tribus caníbales y aquel mar que nunca podrían olvidar. En esas me encontraba cuando una dama me sacó a bailar. En la pista apreté su cadera y le pregunté el nombre. Me dijo que se llamaba Dorotea Valdivieso, que venía de Colombia y que estaba encantada en el país de los trenes. Le seguí preguntando cosas y bailamos haciendo otras actividades simultáneas: desocupamos botellas, acabamos paquetes de cigarrillos, empujamos otras parejas, gritamos y cantamos y nos besamos locamente. Y seguíamos bailando mientras cada cosa sucedía. Y cuando yo me di cuenta, sin corbata y descamisado y ella desarreglada y hermosa, ya era el amanecer y tenía que irme a casa. Dorotea se ofreció acompañarme pero le dije que no, que prefería llegar solo. Ella insistió así que le dije que bueno, que no importaba, que se fuera a dormir conmigo. No quería parecer un patán así que pedí un taxi, abrí la puerta y ella entró sin sospechar que yo cerraba sin subirme, que yo la abandonaba porque era mi negocio. Siempre ese taxista fue fiel al grupo y jamás delató nuestras posiciones. El negocio era redondo y las chichas caían fáciles. El proceso era lo tortuoso, por eso nunca quise ver cómo las amarraban ni cómo las mandaban, fríamente, en un barco que iba para la China. Allí se convertían en mujeres guapísimas que trabajarían de putas. Sí, el asunto era trata de blancas, y qué. 
   Me convertí en millonario cuando empecé a trabajar con el grupo. Nunca tuvimos nombre, siempre fuimos anónimos--aún los seguimos siendo. Repartimos chicas por el mundo: Suiza, Inglaterra, Japón, Tailandia, Portugal, España, Italia, Noruega, Irlanda, Alemania, Francia, Sur África, China. Al único lugar donde nunca mandamos mujeres fue a Latinoamérica porque allí proliferan las mujeres hermosas y es una pérdida atestar de vaginas un lugar que ya está repleto. Nuestros mejores clientes eran los ingleses, los alemanes y los chinos. Les encantaban las damas que embarcábamos porque bailaban bien, eran cultas, servían para tener sexo y nunca pretendían casarse contigo. Aclaro acá que siempre escogimos lo mejor y el bar en el que nos la pasábamos en el país de los trenes era una fachada perfecta. Sus adornos eran preciosos, su música siempre contemporánea llamaba las más bellas, sus licores finos eran venenos para embrujar las hadas y el dueño, el gran jefe, ese tipo al que nunca le vi el rostro, siempre estaba listo a gastar en suntuosidades para mover el negocio. Es triste decirlo--y ahora es más triste que nunca--pero no me pude enamorar porque todas las mujeres que tuve terminaron en otro lado. Y sí que amé mujeres bellas, pero cada amor fue de una noche, de una cama, de una última mirada. 
   Mi vida como escritor es diferente. Llevo mucho tiempo haciéndolo, pero fue más tiempo el que perdí. Mi cotidianidad era una aventura, un pillaje que mantenía la tensión. Yo era una ficha dentro del juego y disfruté cada partida. No fui como otros que se largaron arrepentidos a fastidiarnos el camino a los que quedábamos. Con el paso de las horas te das cuenta de la falta de amor. Y desesperas como un niño pequeño al que se le asesina su madre. Así me pasó con las palabras: llegó el momento en que vi su ausencia en mi camino. La presencia de un poema reverberó mi grito de libertad, aquel grito interior que llevamos apagado o prendido, y cada frase que leí me fue cambiando la cara hasta que decidí renunciar, dejar atrás las noches entre los amores pasajeros, las lunas redondas llenas de sangre, las luces preciosas que hacían pública tu guardia y tus gestos. Quise que mi espalda aguantara el peso de una vida digna, que mis manos crearan el sueño de los otros y que mis ojos empezaran a ver algo más que mercancía en las personas. Y me convertí en lo que soy, aunque me confieso: jamás he dejado de ser lo que fui.
   Ese personaje de mi novela que me encontré hoy acá ha venido a asesinarme o a decirme un mensaje importante. Si no fuera así el destino me lo hubiera puesto en otra parte, pero lo ha colocado entre las miles de personas que pasan por estos vagones, y el hecho de verlo, de hablar con él, de soportarlo, de agradarle, es algo que está afectando poco a poco mis facultades mentales. Me estoy volviendo loco aunque sienta que esa locura es el paraíso. Y sé que él también enloquece lentamente junto a mí, porque en sus ojos el brillo de la vida se vuelve turbio y en el temblor de sus manos se refleja el desespero. Lo más extraño en todo esto es que ese personaje viene a vengarse, como en mi novela, pues su madre es una de aquellas mujeres que envié al otro lado del mundo. Y tras muchas noches de dolor, de llanto, de sangre y furia, tal vez se decidió a contarle lo que fue su vida. Y a través de nombres perdidos y recuerdos fugaces de repente mi rostro vino a la memoria de cualquiera de esas mujeres, y su hijo estaba allí para atraparla, para nunca olvidarla, para hacer de ella una obsesión. Aquí espero entonces sin vacilar mucho y bebiendo vino. La muerte a de llegar vestida de blanco o en la media noche. Mi hijo de tinta esperará el mejor momento, pero eso yo no se cuándo será. Sólo conozco su ansia de venganza. Y la entiendo, que es algo mejor que compartirla. 
   

1 comment:

Anonymous said...

QUE VIVA ANTIOQUIA HP....