Monday, February 16, 2009

El Tren VII

Por Chano Castaño



   Hace pocos días fui a ver a un tipo que lee la carta astral y adivina sucesos del porvenir. No le creí mucho porque soy devoto de mis dioses y de ellos ni hablo, no es asunto de palabras algo sagrado. Fui a verlo porque me lo recomendó el policía al que le regalo tabaco de la Habana y porque una tarde me di cuenta que alguien lo quería asesinar. 
   Era un día caluroso, extrañamente caluroso. Salí a comprar algo de beber al bar y vi que el dueño del tren estaba sentado con un viejo canoso y gordinflón. Me llamó la atención que tenía un parecido inusual con uno de los sujetos que había visto el día que mataron a Cabrera Infante. Yo ya me había relajado con el tema y no me importaba encontrármelos de frente. No me reconocerían, quien me vio ya está muerto. Su olor todavía permanece en el cuchillo que siempre llevo en el jersey. Por el momento me quería concentrar en llegar a la Gran Subasta, donde podré quitarle dinero, joyas, prendas y chequeras a la gente. Cuando pedí un ron vi que un tipo entró al por la puerta del fondo, empezó a pedir disculpas mientras pasaba apresurado y cuando llegó hasta la mesa del dueño del tren se detuvo. Saludó limpiándose las manos en el pantalón. Estaba agitado. Su respiración no lo dejaba hablar. Yo supuse que algo andaba mal además que sí, era él, el hermano del dueño de cada uno de estos vagones, el que en verdad yo había visto en compañía de las mujeres bellas la noche en que mataron a Cabrera Infante. 
   Me quedé escuchando su conversación con atención de vieja chismosa. Pedí más licor para poder acompañar mi espionaje. Estos tipos están enfermos y esa noche me di cuenta. El dueño de los trenes hablaba de una mujer a la que había torturado en su cuarto porque cantaba ópera y su hermano, otro demente, dijo que en le Gran Subasta estarían los coleccionistas más famosos de mundo y con más dinero, que por eso llevaban las gafas del amanuense cubano, un bastón de Borges, una película inédita donde aparece Pancho Villa, dos cuadros de Francis Bacon inéditos, una pulsera de Manco Inca Yupanqui y unas fotografías pornográficas de Hitler. El tipo tenía bastantes particularidades para vender, se notaba que se volvía más rico en cada subasta. El dueño de los trenes felicitó a su hermano y le dijo que tenía alguien a quien quería presentarle y empezó a hablar el gordinflón que los acompañaba. Se presentó como Albeiro Guerra Field y entre el susurro que era su voz alcancé a escuchar que había un astrólogo al que sería interesante preguntarle por el porvenir, que estaba en un vagón cercano y que ya tenía fama entre los pasajeros. El dueño de los trenes intervino y le dijo a su hermano que si quería se lo llevaba al cuarto, pero éste se negó argumentando que sería mejor en el cuarto de siempre--y ahí fue que dijo la frase clave--, donde solían torturar y comer a los elegidos. La mujer de la ópera fue una de tantas en su menú. Y cuando estos tres se empezaron a reír y brindaron por su próxima víctima a mí se me erizó la piel y se me helaron los pies. Algo andaba mal y debía ayudar. Fue así que le pregunté a Babilonius por el astrólogo y él, humilde entre su barbaridad, me dirigió hasta su vagón, donde olía a incienso y había brandy servido en el escritorio. El tipo se dio cuenta que yo era cubano y su expresión me lo dijo porque es el rostro de quien siente un isleño cerca. Yo me relajé lo que más pude y cuando salí de su consultorio le dejé una nota donde le advertí de su asesinato y le establecí una cita hoy, acá en el bar, a esta hora. El tipo no viene y eso no me gusta. ¿Qué tal me hayan espiado? No encontrarían nada, sólo un cuchillo y sangre seca. Igual no les importará matarme, pues a la mujer que cantaba la ópera, por lo que escuché, la hicieron pasar por ahorcada a sabiendas que no quedaba ya ni un gramo de su cuerpo. 
   De repente el astrólogo llega. Le tiendo la silla vacía que tengo cerca, lo saludo cordial y empezamos a hablar. El tipo me dice que no ve quién lo pueda asesinar. Yo le digo que no es un crimen con móviles fuertes: simplemente ganas de tragarse a alguien. Le comento lo que se, sobre los planes del dueño del tren y su hermano. El astrólogo se rasca la barbilla y espera, da bocanadas a un cigarrillo y se queda mirando el horizonte en la ventana que está detrás de la barra. Piensa en su muerte. Piensa en que mañana puede desaparecer. Piensa que esta será su última vez en un bar y que fue con un cubano sin gusto ni gracia que le advirtió su crimen. El astrólogo debe pensar que yo soy quien lo va a matar y eso lo demuestra con las idas múltiples al baño. Está nervioso. Yo me quedo quieto y trato de ayudar sin hacer ruido. El tipo se desmaya en el asiento de la barra, lo recojo y lo llevo a mi habitación. Está mal, viene a despertarse cuando le paso un poco de agua. Se asusta cuando ve que está sobre mi cama pero se calma porque empieza a darse cuenta que lo quiero ayudar. Me dice que pidamos servicio a la habitación y mando traer carnes. Cuando salgo a recibir el pedido, el camarero me cuenta que tengo que acompañarlo porque hay en la cocina un plato que no saben si es de esta habitación o de otra. Al principio trato de dilatar el esfuerzo y termino en pelea, así que me toca ir hasta esa lugar que huele a cebolla y a grasa y a regueros de toda índole. Allí me dicen que el plato ya lo habían despachado, que ya habían averiguado a dónde iba. Me da rabia pero hay algo que me da más rabia y es llegar a mi habitación y darme cuenta que el astrólogo está perdido, que no aparece, que no dejó ni rastro, y que mierda si da duro aceptarlo pero es mi culpa, mi habanera culpa, mi tropical sandez, mi calurosa torpeza. Frente a mi puerta me agacho y lloro. Ese hombre debe estar muerto o bailando el cha cha chá con alguna diablilla del infierno. Ya nada me importa. Seguiré mi camino esperando llegar a la subasta y no me pondré de héroe a salvar a otros. Soy un ladrón profesional, sin emociones, sin remordimientos. Pero coño, qué sed. Doy una vuelta y regreso al bar, donde veo unos tipos que llevan una bolsa negra. Me voy tras ellos, sigiloso y silencioso. Veo cuando pasan todos los vagones de clase alta y llegan hasta el segundo vagón, el que va detrás de la locomotora, y entonces se meten a una habitación que parece la del dueño del tren y de la cual sale música clásica. Yo me escondo y escucho algunas cosas que pasan adentro. Efectivamente es el astrólogo y sus gritos se pierden cuando cierran la puerta. Apenas si alcanzo a escuchar un crujido y el volumen de la música que sube. Un vacío se apodera de mi vientre y sudo copiosamente, me da un ataque de sed y decido regresar. Cuando paso junto al bar de veo una madre que pasa como loca preguntando por su hijo. Es una pobretona de los vagones de clase baja, pero su angustia es contagiosa. Cuando se aferra de mí me pide ayuda pero le digo que me suelte, ella me sacude el jersey y forcejeamos porque no se quiere quitar de encima, entonces la empujo más duro y se va al suelo. La ola de gritos no se hace esperar así que salgo corriendo en dirección a mi habitación y me escondo. Me recuesto contra la almohada y abro un libro que venía leyendo sobre José Martí, y me encuentro una nota bastante loca en la que alguien me advierte que en una semana me devolveré a la Habana. Esa nota está firmada por Cabrera Infante. 

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