Tuesday, March 24, 2009

Por Ernesto Kiyoti


   Nunca es demasiado tarde para volar sobre los trigales en un avión rojo. Nunca es demasiado temprano para saber cuando vas a morir o a qué horas te enamorarás de nuevo. Nunca es demasiada la mañana para darse cuenta de que un azul no es azul y para conocer todo el mundo que despierta. Nunca es demasiada la noche para la fiesta que espera en cada esquina y nunca es demasiada la locura como para decir que estamos locos, que no hay nada que hacer. No hay nada que sea demasiado. La insatisfacción recorre nuestras venas, quien lo niegue estará diciendo que sólo la carga positiva existe, que todo es perfecto, que acá no falta nada. No escasea la vida, tampoco la muerte. No escasea la pólvora, tampoco la poesía. No escasean los libros, tampoco los lectores. Pero es algo innegable: la realidad nunca es suficiente para lo que estamos buscando. Todo nos llega por partes y hay que armar un rompecabezas, un mosaico que sea guía y clave al tiempo. Y para colocar las piezas donde es, cada uno de nosotros debe saber una sola cosa: el tiempo es oro. 

Sunday, March 15, 2009

200 años de miedo a la Poe


Por Chano Castaño 


El miedo del siglo XX lo hizo un hombre del que se habla bien cuando se trata de sus palabras y obras, pero del que se habla perversamente cuando de su conducta se trata. El miedo que viene de las pantallas de cine, que sale de la boca de los cuenteros, que atraviesa la imaginación de los niños, lo engendró este sujeto de bigote negro y rostro enigmático. Y cuando uno lee sus cuentos siempre queda una sensación de horror, una emoción perpetua de muerte, un ambiente lúgubre que se resume en una neblina espesa que cubra la calle, en un pozo oscuro, en una casa desquebrajada y espectral.

   Si Edgar Allan Poe está cumpliendo 200 años de su nacimiento y 150 de su muerte entonces nuestro miedo, ese pavor explícito que carga la modernidad encima, también está de cumpleaños. Allan Poe está presente en cada momento de oscuridad que tiene un escritor y vive entre líneas cuando de temas góticos, policíacos y de horror se escribe. Sin su manera de componer, sin su fantasía fantasmagórica y su tensión constante, los cuentos que conocemos ahora no habrían podido ser escritos y tal vez nuestra existencia sería más aburrida y tranquila.

   Poe nació el 19 de enero de 1809 en Boston bajo el seno de una familia artista, donde los padres eran actores que recorrían el país haciendo teatro y recibiendo aplausos y escupitajos. Su vida está llena de altibajos, de botellas vacías y continuo sufrimiento. A corta edad su madre abandona esta vida y él es adoptado por la familia Allan, de la cual tomará su apellido hasta la muerte, y de dónde viene su hombre de combate y fuego: Jhon Allan, ese padrastro militar que con reglas estrictas trató de controlar al impaciente infante, y lo único que hizo fue engendrar un poeta de lo monstruoso, de la locura, del alucine.

   Edgar Allan Poe se escribe en la Universidad de Virginia ubicada en Charlottesville y empieza a estudiar lenguas. Entre la diatriba cotidiana y juvenil el poeta conoce el juego, la bebida, los libros imprescindibles y el sufrimiento. Como a un tahúr, en cartas y dados se le va el dinero y sus deudas crecen como maleza. Jhon Allan, su padrastro y protector, quien recibía toda la carga de esas pérdidas, se cansa y manda por el muchacho incorregible, que llega a Boston a trabajar en el oficio que salga. De ahí en adelante su vida dependería del viejo y mal remunerado oficio de escribir, del que aprovecharía el periodismo, la crítica y la prosa para conseguir unos centavos.

   Edgar Allan Poe escribe entonces su primer libro, Tamerlán y otros poemas, del que sale un tiraje de 50 copias que desaparecen no por ser un éxito literario, sino por la poca fama del autor, quien también en ese tiempo se enrolaba en el ejército. Allí encontraría estabilidad económica y labores varias que lo entretendrían un tiempo, pero después volverían los problemas. Obtuvo el grado de sargento mayor en artillería y con ese avance intentó buscar alternativas; confesó a su primera autoridad, el teniente Howard, que había mentido en el formulario de inscripción y le pidió que acortara el tiempo de alistamiento y éste, piadoso y comprensible, le dijo que lo haría pero sólo si trataba de reconciliarse con su padrastro, Jhon Allan, ya que él podía ser clave a la hora de hacer la diligencia. Poe escribió una epístola de reconciliación que no fue respondida en meses. El padrastro ya tenía una actitud frente a él y al parecer era imposible hacerlo cambiar de parecer. Fue necesario un hecho trágico para que los dos volvieran a verse. Su madrastra, Frances Allan, quien lo había mimado y criado desde párvulo, murió sin que Edgar tuviera conocimiento del hecho, y hasta un día después de su funeral fue enterado, lo que llevó a que reaccionara fatídicamente. Cuando fue a visitar su tumba—ese mismo día después del sepelio—no pudo resistir la congoja, el horror, la melancolía, el miedo, y cayó desmayado como una golondrina que muere buscando el horizonte. Gracias al acontecimiento el corazón de Jhon Allan se ablandó y su comprensión llevó a que facilitara la diligencia del alistamiento de Edgar en el ejército, pero bajo una condición: debía matricularse en Westpoint, otra academia militar.

   Borges decía que los hombres débiles sólo tienen las palabras para vencer y defenderse y así le pasó a Edgar Allan Poe. Tras un juicio marcial que lo declaró culpable por evasión de la autoridad militar y abandono del servicio, el poeta de Boston empezaría su vida como amanuense. Vendrían con el tiempo varias publicaciones que le harían ganar reputación pero también que le granjearían la fama de escribano alucinante y loco. Su problema con el alcohol es conocido por todo el mundo y es más su fama por esta condición que la que merece por su obra literaria. Hay quienes dicen que era un infatigable fumador de opio, pero hay otros que aseguran que nunca fue drogadicto, sino un solitario y empedernido compañero de las copas. Habría que estar allí, en pleno siglo XIX, para comprobar si sus intoxicaciones asiáticas eran reales o si son vanas falsedades que se han hablado en su contra. A Poe—como al siglo XX— se le ha acusado de todo: satánico, necrofílico, drogadicto, soñador, rapsoda, periodista, oscurantista, decadente y depresivo son algunos de sus calificativos más conocidos. Tal vez era todos y ninguno o algunos y otros no. En todo caso su legado tiene fragancia de cadaverina.

   Edgar Allan Poe fue una influencia marcada que tuvo la literatura francesa y latinoamericana. Charles Baudellaire, el vate maldito de París, tradujo sus cuentos y reprodujo por todo un continente sus palabras, esas que narraban la historia de una casa que caía tras el resucitar de sus habitantes catalépticos; las mismas que ondinas, profundas, poetizaban al cuervo desperado que lleva al delirio a un hombre; esas palabras que sin duda alguna dieron vitalidad a todo literati que buscaba la urbe entre los párrafos, la ciudad y sus huecos insondables de amargura. Allan Poe creó la manera de alcanzar aquella sensación que procura el cuento moderno, y se inventó la trama policíaca, que a desembocado en la novela negra, aquel género de sangre, pólvora y misterio que tanto encanta a los lectores.

   Julio Cortázar tradujo al español a Edgar Allan Poe. De esas traducciones—hay que imaginar al cronopio sentado elucubrando cada instante, cada metáfora, cada palabra eléctrica—muchos autores han dicho frases sueltas. Algunos aseguran que Poe es mucho mejor en español y en francés que en el mismo inglés. Hablan de tosquedad en el estilo, de imperfección, y dicen que hubo muchas correcciones por parte de los dos grandes literatos que se ocuparon de traducirlo. Lo cierto es que las versiones de Cortázar son espectaculares, todo un trabajo admirable y artístico que seguramente hizo mientras trabajaba en su oficina de la Unesco, fumando, ensoñando a Poe sobre las calles de Boston y New York, imaginándolo como un sujeto tan triste y tan fascinante como su palabra escrita.

   Borges fue otro latinoamericano que habló de Poe desde todos los ángulos. Fue crítico y admirador de sus escritos y seguramente, en su lectura activa y precisa, encontró millares de emociones. En sus famosas seis conferencias, dictadas en la Universidad de Harvard en el transcurso de 1967 a 1968, dijo que Poe lo había impresionado cuando era joven, pero que ya en la adultez sus historias llegaban hasta a incomodarle por el estilo del autor. Borges también cita al famoso poeta norteamericano Emerson, quien siempre dijo que Poe era el hombre ripio. A esto Poe siempre contestó de manera crítica y astuta, pues para él la filosofía trascendentalista de Emerson y David Thoreau no eran más que misticismos inapropiados, mal usados y con intenciones puramente retóricas más que sustanciales. Pero Borges también escribió un poema sobre Edgar Allan Poe que tiene versos estremecedores y musicales, de los cuales resaltan unos que dicen: Como del otro lado del espejo/ se entregó solitario a su complejo/ destino de inventor de pesadillas./ Quizá, del otro lado de la muerte,/ siga erigiendo solitario y fuerte/ espléndidas y atroces maravillas.

   El pasado siglo XX, gestor de dos guerras que casi nos destruyen y desembocaron en la bomba atómica, creador de genios como Vicente Aleixandre y Roberto Bolaño, epicentro de invenciones tan grandes como la internet y las naves espaciales, lugar de nacimiento de generaciones místicas y revolucionarias como las de los 60´s, es un siglo que va a ser recordado por la humanidad con fervor y pavor. Y ese temor protuberante de nuestra sociedad, esa temeridad en las calles y en la oscuridad, ese miedo incesante frente a lo natural y lo artificial, esa emoción de vacío y desespero, la ayudó a nutrir Edgar Allan Poe. Nadie dice que este sentimiento no existiera desde el principio de la humanidad, pero indudablemente las formas y mecanismos que el propio hombre ingenia para crear pánico en la modernidad están llenas de las fórmulas de Poe, de su estilo para llevar los acontecimientos, de su ritmo para encuadrar toda una escena espeluznante.

   Por eso es que este 2009 no puede ser un año vano. Hay que recordar al padre de nuestras pesadillas cada día y leer sus poemas y cuentos para ser concientes de que el miedo a la Poe está presente en cada esquina, en la conversación cotidiana, en las miradas penetrantes, en las presencias alteradas, en las sombras de media noche, en las palabras duras, en los fantasmas ocasionales, en las películas de zombis, en las historias de suspenso. El mundo no puede dejar pasar los 200 años del nacimiento de Poe pues olvidarlo sería volver a descubrir el miedo nosotros solos, y ya no tendríamos esa guía fantástica que nos lleva de la mano a través de casas embrujadas, de cementerios malditos, de gatos negros y péndulos infinitos. Edgar Allan Poe es el miedo de la modernidad y esta era le debe esa faceta, ese rostro misterioso que nunca permite sentir el límite. Y el hombre le debe un agradecimiento porque en su literatura se camuflan elementos de la naturaleza humana más perversa y oscura, y tal vez sin aquella poesía melancólica y aquellas narraciones tensas, no hubiéramos descubierto que somos seres de dos caras. Seres que también ensueñan la muerte, el desastre, la tristeza y el olvido.

  

  

  

   
   

   

De Shekaspeare y otros retratos azarosos


Por Chano Castaño 
   

   Con la aparición del último cuadro del gran amanuense británico W. Shakespeare se ha levantado una polvareda de rumores y opiniones que, valga decirlo, sólo suceden cuando un tema grato y popular viene a debate. Columnistas, habladores, locos, cuerdos, cizañeros y poetas económicos han empeñado su espacio en los diferentes medios para juzgar si el retrato es original, si tiene credibilidad, si fue pintado por un desconocido, si en verdad es Shakespeare, si es un cuadro o un simple ejemplar del círculo vicioso que ha vivido la imagen del autor del Rey Lear y Macbeth. Yo, en una causa enajenada de toda masa, me uno a la tormenta de comentarios desde este espacio y hablo desde mi vena crítica. 
   Estoy de acuerdo con William Ospina cuando dice en su columna de El Espectador que Shakespeare más que ser una figura es un mito, pues ya se conoce que su vida es prácticamente un misterio, y que muchos años después de que escribió todo--porque también sabemos que es todos los hombres--fue que su literatura tomó importancia. Si aparece una imagen de un mito toda objetividad será imprecisa, porque el mito está en los hombres y en lo que cada uno es. El mito tiene una influencia colectiva imprescindible que enseña a conocer el mundo y a uno mismo. Si el mito de Shakespeare dependiera de cuántos utensilios de su vida cotidiana encuentran, o de las ruinas de un teatro o de un cuadro que alguien sacó del ático de una casa gigante, de seguro ese mito no existiría porque su vida no estaría en la memoria, sino en los objetos que sin ella serían nada. Shakespeare es inmortal porque su obra perdura en la memoria de la humanidad, en aquella que dialoga entre si no importen los idiomas, en esa memoria que se nutre de experiencias dispersas y cavernas internas. 
   Tener un cuadro de Shakespeare no significa entenderlo. De seguro los ingleses lo entienden a la perfección, claro está, pero también el mundo entero ya se inundó de su poética precisa y universal. El mito ya alcanzó los lugares inesperados que jamás imaginó el amanuense británico y nada lo va a detener. Ni siquiera nada lo va a ayudar, porque una imagen como la aparecida puede solamente llevar a un acercamiento parcial, pero en verdad nada dice. Creo que más de su vida dice su obra y su ensueño y su prosa ágil y fresca. Más de su vida y de su forma de ver el mundo dice su escritura que fue bastión de la modernidad.  
   

Wednesday, March 11, 2009

El Tren IX

Por Chano Castaño




   Hubo un hombre secreto en el mundo que se casó con una mujer de vida pública: ella lo metía entre los círculos de personas ricas, con poder; y él mantenía su cama llena de caricias y palabras encantadoras. Fueron una pareja excepcional. Nadie se negaba ir a sus fiestas, todos reían con sus chistes, les hacían venia a sus comentarios, abrían la pista de baile para ellos. Pero un día el hombre secreto decidió no seguir con la mujer pública--justo después de haber conseguido todo lo que buscaba, es decir, la manera y el recurso para hacer La Gran Subasta. 
   Muchos dijeron que fue un romance lo que alejó a semejante caballero de soberana dama, pero como su nombre mismo lo explica, el hombre secreto sólo debe tener secretos, y nadie puede guardarle sus comentarios como verdades, pues para aquel sujeto mentir era la realidad. Si hubiera contado sus planes o su verdadero origen de seguro no consigue tantos lujos y facilidades. Era necesaria la ficción, pero todavía era aún más necesario trabajar en ella, y por eso el hombre secreto siempre dijo que era un guionista francés. 
   A la dama pública había dos cosas que le fascinaban: el cine y las subastas. Como no tenía amigos que supieran mucho del tema decidió meterse en bares de bohemios que fusilaban del aburrimiento o encantaban con la inteligencia, y en esos cafés y bares tumultuosos y humeantes, entre el olor a vino y vodka, conoció la dama pública al hombre secreto y se hicieron primero amigos y después amantes. El resto de la historia ya la conocen. 
   El país de los trenes es un lugar enigmático, con todas las estaciones menos invierno, de tierras áridas, selváticas y calurosas, con una extensión igual a la de sus ferrocarriles y con una población que trabaja toda en la empresa de transportes. Los dueños de esa empresa siempre han sido los mismos, y bajo su mano se ha creado este país desorbitado, sin gran relato y sin gracia fuera de sus vagones. El mundo entero viaja a través de ellos y los grandes millonarios contratan la empresa para que les venda vías férreas y trenes: son los únicos constructores de estas máquinas y como tal piden una condición única a la hora de los tratos: que terreno por donde pasen los hierros, terreno que pertenece al país de los trenes. Sin pestañear todos aceptan porque es idiota no hacerlo. La extensión del país de los trenes es vasta, pero su fragmentación permite que no haya población ni ejército ni senado ni nada de esas cosas, ni siquiera un libro de leyes. Los dueños de la empresa son quienes premian y castigan y quienes hacen de policías y ladrones. El resto, los pasajeros y trabajadores, son fichas que juegan sin darse cuenta. 
   La Gran Subasta es la última estación del país de los trenes. Pocos llegan hasta allí porque es un reservado que nadie paga.  Solo Ricos, grandes empresarios, excéntricos artistas, presidentes, reyezuelos, líderes de todo tipo, en fin. Lo único necesario para ingresar a las suntuosas mansiones y para viajar en los lujosos yates de la subasta es pagar nueve millones de dólares en efectivo y esperar un año. El dinero se invierte en hampa porque La Gran Subasta no vende estupideces sino cosas tan extrañas como valiosas, cosas que no siempre son adquiridas legalmente. Muchos de los objetos son negociados si sus dueños aceptan la oferta, pero la mayoría son robados porque o no tienen valor o su dueño se rehusó a cederlos. Es una mafia La Gran Subasta. Una mafia corrompida, astuta, demoniaca y juerguista, porque siempre los eventos terminan como en Roma: orgía orgía orgía...
   Este año La Gran Subasta está cuidadosamente planeada. Alguien, no se sabe quién, tal vez el hombre secreto, advirtió que varios países del mundo organizaron una conspiración para acabar con el monopolio del transporte férreo y de paso con el negocio de la subasta. Todos los ladrones fueron excepcionalmente escogidos, todos los estafadores fueron investigados hasta los huesos, todos los mentirosos contratados fueron probados y probados hasta que mentir se volviera un proceso natural. Y el hombre secreto entonces se arriesgó pero sin jugar su última carta: subastaría de paso el tren y el país entero con él.