Tuesday, October 13, 2009

De la muerte de Chayane y otras desgracias urbanas.

Por Chano Castaño


   Comenzaba el segundo semestre del año 2004, yo era un perdido estudiante de publicidad de la Tadeo y rondaba los viernes tabernas como el Garage, el Baño de 4 Parques y la Séptima de Centro a norte. La vida se iba entre porros, libros de Cortázar que paleaban mi adicción a su escritura y mujeres pasajeras. Las fiestas siempre eran buenas si alcanzabas el amanecer con ánimo. Los domingos eran excelentes si abrazabas a alguien hasta la tarde pasando el guayabo de pepas y whisky. 
  Pero igual llegaba el estudio en el que siempre he sido firme y libre, y entre clases uno fumaba cigarros presurosos, hablaba en la plazoleta y se reía de todos, de tombos, primiparos y chirrys. Y entre esos chirrys nadie puede olvidar uno especialmente, Chayane, aquel moreno de 6 muelas que andaba siempre trajinado, con la ropa hecha flecos, con el afro pegachento que olía a calle. Un hombre formal porque muchas veces lo vi con traje de corbata y pantuflas de gorila caminando por toda la Cuarta, o caballeroso y heroico, pues ponía tablas sobre los charcos para que las jóvenes pasaran y advertía del asalto a los estudiantes borrachos de media noche. Toda una figura Chayane, quien después de haber sufrido la pérdida de su amada Olga tiempo atrás sabía las vicisitudes de la vida entre postes y esquinas, los peligros que se corrían y las oportunidades que se perdían. 
   Siempre tuve en la buena a Chayane; si me estiraba la mano se la daba sin asco; si me preguntaba cosas se las respondía con elocuencia de parlache; en el momento del hambre le gastaba cualquier cosa que estuviera al alcance de mi precario bolsillo de estudiante; me divertía con su canto pastoso y quebrado que entonaba rancheras y temas que nunca supe qué eran; y en las noches, escoltado por su conversación y caminata, escuché sus historias trocadas y pendencieras. Precisamente semestres después cuando ya estudiaba comunicación social y escribía para la revista la Brújula de la Tadeo, narré el éxodo de Chayane desde tierras cálidas a las frías y sangrientas calles del centro de Bogotá. No recuerdo bien de dónde venía pero sí que su familia y la de Olga habitaban el barrio la Paz, ese reguero de casas que hay arriba de la Tercera y que se debate entre tiendas y parqueaderos donde venden bareta. 
   La entrevista que le hicimos con Jessica Sánchez, mi compañera de crónicas urbanas, fue bastante entretenida y clarividente. Nos hizo ver que dentro de un habitante de la calle tan guerrero y colorido como Chayane todavía existía la noción de ciencia como verdad y de estudio como salvación. "Yo me acuerdo que la Olga siempre quiso estudiar en la Tadeo, y a ella le gustaba la ciencia y saber de las matas y de los animales porque quería mucho los perritos y otras cosas", nos dijo Chayane en aquellas ocasión. Pero su respuesta más contundente y que marcaría el reportaje fue la que nos dio cuando le preguntamos qué pensaba de ese gusto por la ciencia: "Ustedes saben, la ciencia es de muchas cosas, de cosas de la calle, de la vida, de la gente, y además la ciencia es buena porque  la verdad es galáctica". 



   Veracidad Cósmica

   En esa crónica Chayane nos contó una historia que reflejaba los trastornos de su cabeza. El relato versaba acerca de su bajada del barrio la Paz al de Las Nieves. Nos dijo que todo empezó una noche en que dormía en su casa allá en la loma. Dormía intranquilo porque un vecino había amenazado con matarlo. De repente en la madrugada escuchó un estruendo y se asomó por la ventana del cuarto y vio a su vecino apuntándole con una pistola. Los disparos comenzaron y Chayane se bajó al primer piso de su casa y oh sorpresa, ese primer piso estaba inundado porque un aguacero garrafal que había caído toda la noche tenía en ascuas la tubería. Nuestro personaje, según él, salió corriendo y se lo llevó una avalancha de agua entre las calles del barrio la Paz, una corriente que como un río de la concret jungle lo arrastró hasta la entrada del teatro Metropol. Y ahí empezó su periplo por el barrio donde queda la Tadeo. Y ahí también empezó, sin que él lo supiera, la cuenta regresiva de sus días. 
   Hoy una voz me contó por teléfono que a Chayane lo habían matado. 
   Al yo preguntar por el suceso me comentaron una historia veloz y llena de esos detalles extraños que lo único que hacen es acrecentar la impunidad. Según esa voz, a la media noche en el parque pequeño que hay frente a la taberna el Garage, diagonal al edifico de postgrados de la Tadeo, Chayane fue apuñalado por unos barristas de millonarios. De esa gente que llena de perico y trago barato buscan al mejor postor para pegarle o robarlo, para matarlo y reír después. Y Chayane cayó esta vez, yéndose así con una parte de la "verdad galáctica" de la Tadeo y de sus egresados y estudiantes, porque el amor y repudio que le tenían entre la comunidad tadeísta siempre se sobrepuso al prejuicio: nadie apostaba un peso por él pero se sabía que no robaba, que no mataba, que no fastidiaba, que era un agente activo del paisaje urbano de la universidad, un elemento importante lleno de experiencias y advertencias para todos. 
   Otras malas lenguas, llenas de temor, acusan a la limpieza social. Si es así--que no lo creo--Chayane no tenía nada que ofrecerles: sin él esas calles van a ser más peligrosas porque a muchos los salvó del hampa callejera, además nunca se le vio trayendo dealers ni rateros, caso diferente al de Jimmy, otro habitante de la calle que se sabía hacer amigo de los estudiantes para luego campanearle a sus secuaces cuál era el mejor pollo para caerle sin mente. 
   Esta ciudad mal hecha, llena de injusticias, maltratos, arbitrariedades, escándalos, violaciones y corrupción, cobra otra víctima entre los que menos daño hacen y más ayuda necesitan. Siempreviva Chayane: amigo, narrador y estrafalario loco que le hará falta a un barrio y a una comunidad estudiantil que es frívola ante los crímenes atroces y continuos que se presentan en las calles que la rodean. Que nuestra memoria frágil no se llene de bazuco, de susto, y ojalá seamos capaces de poner un alto a la criminalidad de los habitantes de la calle. 
   Hagámoslo por Chayane y todos los anónimos y solitarios muertos que no tienen a nadie que los llore. 



Tuesday, August 11, 2009

Bonita hora paisa del orto

Por Chano Castaño


   El señor Presidente de Colombia, Uribe Vélez, conocido por los alias de patroncito, capataz o paraquito, ha decidido que se va a lanzar a una tercera reelección, lo que significan 4 años más de chuzadas, falsos positivos, pactos secretos, peleas con los vecinos, guerra estratégica y Farc, Farc, Farc. Porque de seguro se va y los narcos no habrán acabado su historia de sangre y droga, tampoco las bandas emergentes dejarán de matar, desaparecer y negociar, lo mismo seguirán el hampa, la corrupción y el desasosiego en un país como Colombia, donde 12 años de un generalote encorbatado no bastan para darle término a una guerra porque en verdad hay miles. 
   Además de todo el ciudadano crítico no tiene opciones--porque el ciudadano común ya está fulminado por la propaganda, lo que llaman colombianos con pasión--, y no tienen opción debido a los candidatos presidenciales, sujetos individualistas que van más por una carrera presidencial llena de rivalidades que de propuestas, fuera de que el voltiarepismo es el rey de las ideologías: los que eran godos se volvieron cachiporros, los que eran polistas se volvieron uribistas--y de paso cristianos--, y los que eran de esa vaporoso estado que es el centro se sumieron en un hueco. 
   No estoy de acuerdo con que suba un presidente que tenga mano de algodón con los violentos, pero tampoco me conforma un individuo que no piense en lo social, lo cultural y lo humano de un pueblo, características que finalmente son básicas a la hora de crear un país próspero, lleno de fuerza y carácter. La guerra del ejército con las Farc, de los paramilitares con el ejército, de los narcos contra los paracos y los farianos, de las bandas contra las otras bandas; la guerra, como se pueden dar cuenta, es el eterno retorno de Colombia, siempre volvemos a ella por más que tratemos de evitarla, de transformarla o de olvidarla, y la culpa no es de la memoria, de repetir lo que dejamos atrás, no, la culpa a la final son las culpas, y para remediarlas lo mejor es terminar su forma de financiación, la droga, ese recurso juerguista y mortal que soporta nuestra violencia, y que continua así el arroyo mortal de hechos que siempre han generado muerte, odio y plomo. Si hay un candidato que se atreva a cambiar esa realidad impulsando la legalización seguramente nuestros mojigatos de siempre estarán en la punta de la lanza atisbando problemas al futuro, en vez de cambiar el presente y ahí sí preocuparnos por lo que viene. 
   Uribe, paisa recalcitrante y furibundo derechista, ha construido cosas importantes pero a su gobierno lo minó la corrupción y la doble moral, incluyéndolo a él como bastión de cada movimiento secreto y corrupto que se haya realizado. No se ha comprobado nada, pero seguro 4 años más de lo mismo darán tiempo para que la verdad saga a flote o tal vez, como siempre, nos hundamos poco a poco en la amnesia y la impunidad. Yo no veo tampoco un remplazo que supere la imagen del capataz, pero de seguro en el camino irá apareciendo gente, porque con lo que tenemos ahora ni para el sancocho en el río revuelto...
   
   

Tuesday, March 24, 2009

Por Ernesto Kiyoti


   Nunca es demasiado tarde para volar sobre los trigales en un avión rojo. Nunca es demasiado temprano para saber cuando vas a morir o a qué horas te enamorarás de nuevo. Nunca es demasiada la mañana para darse cuenta de que un azul no es azul y para conocer todo el mundo que despierta. Nunca es demasiada la noche para la fiesta que espera en cada esquina y nunca es demasiada la locura como para decir que estamos locos, que no hay nada que hacer. No hay nada que sea demasiado. La insatisfacción recorre nuestras venas, quien lo niegue estará diciendo que sólo la carga positiva existe, que todo es perfecto, que acá no falta nada. No escasea la vida, tampoco la muerte. No escasea la pólvora, tampoco la poesía. No escasean los libros, tampoco los lectores. Pero es algo innegable: la realidad nunca es suficiente para lo que estamos buscando. Todo nos llega por partes y hay que armar un rompecabezas, un mosaico que sea guía y clave al tiempo. Y para colocar las piezas donde es, cada uno de nosotros debe saber una sola cosa: el tiempo es oro. 

Sunday, March 15, 2009

200 años de miedo a la Poe


Por Chano Castaño 


El miedo del siglo XX lo hizo un hombre del que se habla bien cuando se trata de sus palabras y obras, pero del que se habla perversamente cuando de su conducta se trata. El miedo que viene de las pantallas de cine, que sale de la boca de los cuenteros, que atraviesa la imaginación de los niños, lo engendró este sujeto de bigote negro y rostro enigmático. Y cuando uno lee sus cuentos siempre queda una sensación de horror, una emoción perpetua de muerte, un ambiente lúgubre que se resume en una neblina espesa que cubra la calle, en un pozo oscuro, en una casa desquebrajada y espectral.

   Si Edgar Allan Poe está cumpliendo 200 años de su nacimiento y 150 de su muerte entonces nuestro miedo, ese pavor explícito que carga la modernidad encima, también está de cumpleaños. Allan Poe está presente en cada momento de oscuridad que tiene un escritor y vive entre líneas cuando de temas góticos, policíacos y de horror se escribe. Sin su manera de componer, sin su fantasía fantasmagórica y su tensión constante, los cuentos que conocemos ahora no habrían podido ser escritos y tal vez nuestra existencia sería más aburrida y tranquila.

   Poe nació el 19 de enero de 1809 en Boston bajo el seno de una familia artista, donde los padres eran actores que recorrían el país haciendo teatro y recibiendo aplausos y escupitajos. Su vida está llena de altibajos, de botellas vacías y continuo sufrimiento. A corta edad su madre abandona esta vida y él es adoptado por la familia Allan, de la cual tomará su apellido hasta la muerte, y de dónde viene su hombre de combate y fuego: Jhon Allan, ese padrastro militar que con reglas estrictas trató de controlar al impaciente infante, y lo único que hizo fue engendrar un poeta de lo monstruoso, de la locura, del alucine.

   Edgar Allan Poe se escribe en la Universidad de Virginia ubicada en Charlottesville y empieza a estudiar lenguas. Entre la diatriba cotidiana y juvenil el poeta conoce el juego, la bebida, los libros imprescindibles y el sufrimiento. Como a un tahúr, en cartas y dados se le va el dinero y sus deudas crecen como maleza. Jhon Allan, su padrastro y protector, quien recibía toda la carga de esas pérdidas, se cansa y manda por el muchacho incorregible, que llega a Boston a trabajar en el oficio que salga. De ahí en adelante su vida dependería del viejo y mal remunerado oficio de escribir, del que aprovecharía el periodismo, la crítica y la prosa para conseguir unos centavos.

   Edgar Allan Poe escribe entonces su primer libro, Tamerlán y otros poemas, del que sale un tiraje de 50 copias que desaparecen no por ser un éxito literario, sino por la poca fama del autor, quien también en ese tiempo se enrolaba en el ejército. Allí encontraría estabilidad económica y labores varias que lo entretendrían un tiempo, pero después volverían los problemas. Obtuvo el grado de sargento mayor en artillería y con ese avance intentó buscar alternativas; confesó a su primera autoridad, el teniente Howard, que había mentido en el formulario de inscripción y le pidió que acortara el tiempo de alistamiento y éste, piadoso y comprensible, le dijo que lo haría pero sólo si trataba de reconciliarse con su padrastro, Jhon Allan, ya que él podía ser clave a la hora de hacer la diligencia. Poe escribió una epístola de reconciliación que no fue respondida en meses. El padrastro ya tenía una actitud frente a él y al parecer era imposible hacerlo cambiar de parecer. Fue necesario un hecho trágico para que los dos volvieran a verse. Su madrastra, Frances Allan, quien lo había mimado y criado desde párvulo, murió sin que Edgar tuviera conocimiento del hecho, y hasta un día después de su funeral fue enterado, lo que llevó a que reaccionara fatídicamente. Cuando fue a visitar su tumba—ese mismo día después del sepelio—no pudo resistir la congoja, el horror, la melancolía, el miedo, y cayó desmayado como una golondrina que muere buscando el horizonte. Gracias al acontecimiento el corazón de Jhon Allan se ablandó y su comprensión llevó a que facilitara la diligencia del alistamiento de Edgar en el ejército, pero bajo una condición: debía matricularse en Westpoint, otra academia militar.

   Borges decía que los hombres débiles sólo tienen las palabras para vencer y defenderse y así le pasó a Edgar Allan Poe. Tras un juicio marcial que lo declaró culpable por evasión de la autoridad militar y abandono del servicio, el poeta de Boston empezaría su vida como amanuense. Vendrían con el tiempo varias publicaciones que le harían ganar reputación pero también que le granjearían la fama de escribano alucinante y loco. Su problema con el alcohol es conocido por todo el mundo y es más su fama por esta condición que la que merece por su obra literaria. Hay quienes dicen que era un infatigable fumador de opio, pero hay otros que aseguran que nunca fue drogadicto, sino un solitario y empedernido compañero de las copas. Habría que estar allí, en pleno siglo XIX, para comprobar si sus intoxicaciones asiáticas eran reales o si son vanas falsedades que se han hablado en su contra. A Poe—como al siglo XX— se le ha acusado de todo: satánico, necrofílico, drogadicto, soñador, rapsoda, periodista, oscurantista, decadente y depresivo son algunos de sus calificativos más conocidos. Tal vez era todos y ninguno o algunos y otros no. En todo caso su legado tiene fragancia de cadaverina.

   Edgar Allan Poe fue una influencia marcada que tuvo la literatura francesa y latinoamericana. Charles Baudellaire, el vate maldito de París, tradujo sus cuentos y reprodujo por todo un continente sus palabras, esas que narraban la historia de una casa que caía tras el resucitar de sus habitantes catalépticos; las mismas que ondinas, profundas, poetizaban al cuervo desperado que lleva al delirio a un hombre; esas palabras que sin duda alguna dieron vitalidad a todo literati que buscaba la urbe entre los párrafos, la ciudad y sus huecos insondables de amargura. Allan Poe creó la manera de alcanzar aquella sensación que procura el cuento moderno, y se inventó la trama policíaca, que a desembocado en la novela negra, aquel género de sangre, pólvora y misterio que tanto encanta a los lectores.

   Julio Cortázar tradujo al español a Edgar Allan Poe. De esas traducciones—hay que imaginar al cronopio sentado elucubrando cada instante, cada metáfora, cada palabra eléctrica—muchos autores han dicho frases sueltas. Algunos aseguran que Poe es mucho mejor en español y en francés que en el mismo inglés. Hablan de tosquedad en el estilo, de imperfección, y dicen que hubo muchas correcciones por parte de los dos grandes literatos que se ocuparon de traducirlo. Lo cierto es que las versiones de Cortázar son espectaculares, todo un trabajo admirable y artístico que seguramente hizo mientras trabajaba en su oficina de la Unesco, fumando, ensoñando a Poe sobre las calles de Boston y New York, imaginándolo como un sujeto tan triste y tan fascinante como su palabra escrita.

   Borges fue otro latinoamericano que habló de Poe desde todos los ángulos. Fue crítico y admirador de sus escritos y seguramente, en su lectura activa y precisa, encontró millares de emociones. En sus famosas seis conferencias, dictadas en la Universidad de Harvard en el transcurso de 1967 a 1968, dijo que Poe lo había impresionado cuando era joven, pero que ya en la adultez sus historias llegaban hasta a incomodarle por el estilo del autor. Borges también cita al famoso poeta norteamericano Emerson, quien siempre dijo que Poe era el hombre ripio. A esto Poe siempre contestó de manera crítica y astuta, pues para él la filosofía trascendentalista de Emerson y David Thoreau no eran más que misticismos inapropiados, mal usados y con intenciones puramente retóricas más que sustanciales. Pero Borges también escribió un poema sobre Edgar Allan Poe que tiene versos estremecedores y musicales, de los cuales resaltan unos que dicen: Como del otro lado del espejo/ se entregó solitario a su complejo/ destino de inventor de pesadillas./ Quizá, del otro lado de la muerte,/ siga erigiendo solitario y fuerte/ espléndidas y atroces maravillas.

   El pasado siglo XX, gestor de dos guerras que casi nos destruyen y desembocaron en la bomba atómica, creador de genios como Vicente Aleixandre y Roberto Bolaño, epicentro de invenciones tan grandes como la internet y las naves espaciales, lugar de nacimiento de generaciones místicas y revolucionarias como las de los 60´s, es un siglo que va a ser recordado por la humanidad con fervor y pavor. Y ese temor protuberante de nuestra sociedad, esa temeridad en las calles y en la oscuridad, ese miedo incesante frente a lo natural y lo artificial, esa emoción de vacío y desespero, la ayudó a nutrir Edgar Allan Poe. Nadie dice que este sentimiento no existiera desde el principio de la humanidad, pero indudablemente las formas y mecanismos que el propio hombre ingenia para crear pánico en la modernidad están llenas de las fórmulas de Poe, de su estilo para llevar los acontecimientos, de su ritmo para encuadrar toda una escena espeluznante.

   Por eso es que este 2009 no puede ser un año vano. Hay que recordar al padre de nuestras pesadillas cada día y leer sus poemas y cuentos para ser concientes de que el miedo a la Poe está presente en cada esquina, en la conversación cotidiana, en las miradas penetrantes, en las presencias alteradas, en las sombras de media noche, en las palabras duras, en los fantasmas ocasionales, en las películas de zombis, en las historias de suspenso. El mundo no puede dejar pasar los 200 años del nacimiento de Poe pues olvidarlo sería volver a descubrir el miedo nosotros solos, y ya no tendríamos esa guía fantástica que nos lleva de la mano a través de casas embrujadas, de cementerios malditos, de gatos negros y péndulos infinitos. Edgar Allan Poe es el miedo de la modernidad y esta era le debe esa faceta, ese rostro misterioso que nunca permite sentir el límite. Y el hombre le debe un agradecimiento porque en su literatura se camuflan elementos de la naturaleza humana más perversa y oscura, y tal vez sin aquella poesía melancólica y aquellas narraciones tensas, no hubiéramos descubierto que somos seres de dos caras. Seres que también ensueñan la muerte, el desastre, la tristeza y el olvido.

  

  

  

   
   

   

De Shekaspeare y otros retratos azarosos


Por Chano Castaño 
   

   Con la aparición del último cuadro del gran amanuense británico W. Shakespeare se ha levantado una polvareda de rumores y opiniones que, valga decirlo, sólo suceden cuando un tema grato y popular viene a debate. Columnistas, habladores, locos, cuerdos, cizañeros y poetas económicos han empeñado su espacio en los diferentes medios para juzgar si el retrato es original, si tiene credibilidad, si fue pintado por un desconocido, si en verdad es Shakespeare, si es un cuadro o un simple ejemplar del círculo vicioso que ha vivido la imagen del autor del Rey Lear y Macbeth. Yo, en una causa enajenada de toda masa, me uno a la tormenta de comentarios desde este espacio y hablo desde mi vena crítica. 
   Estoy de acuerdo con William Ospina cuando dice en su columna de El Espectador que Shakespeare más que ser una figura es un mito, pues ya se conoce que su vida es prácticamente un misterio, y que muchos años después de que escribió todo--porque también sabemos que es todos los hombres--fue que su literatura tomó importancia. Si aparece una imagen de un mito toda objetividad será imprecisa, porque el mito está en los hombres y en lo que cada uno es. El mito tiene una influencia colectiva imprescindible que enseña a conocer el mundo y a uno mismo. Si el mito de Shakespeare dependiera de cuántos utensilios de su vida cotidiana encuentran, o de las ruinas de un teatro o de un cuadro que alguien sacó del ático de una casa gigante, de seguro ese mito no existiría porque su vida no estaría en la memoria, sino en los objetos que sin ella serían nada. Shakespeare es inmortal porque su obra perdura en la memoria de la humanidad, en aquella que dialoga entre si no importen los idiomas, en esa memoria que se nutre de experiencias dispersas y cavernas internas. 
   Tener un cuadro de Shakespeare no significa entenderlo. De seguro los ingleses lo entienden a la perfección, claro está, pero también el mundo entero ya se inundó de su poética precisa y universal. El mito ya alcanzó los lugares inesperados que jamás imaginó el amanuense británico y nada lo va a detener. Ni siquiera nada lo va a ayudar, porque una imagen como la aparecida puede solamente llevar a un acercamiento parcial, pero en verdad nada dice. Creo que más de su vida dice su obra y su ensueño y su prosa ágil y fresca. Más de su vida y de su forma de ver el mundo dice su escritura que fue bastión de la modernidad.  
   

Wednesday, March 11, 2009

El Tren IX

Por Chano Castaño




   Hubo un hombre secreto en el mundo que se casó con una mujer de vida pública: ella lo metía entre los círculos de personas ricas, con poder; y él mantenía su cama llena de caricias y palabras encantadoras. Fueron una pareja excepcional. Nadie se negaba ir a sus fiestas, todos reían con sus chistes, les hacían venia a sus comentarios, abrían la pista de baile para ellos. Pero un día el hombre secreto decidió no seguir con la mujer pública--justo después de haber conseguido todo lo que buscaba, es decir, la manera y el recurso para hacer La Gran Subasta. 
   Muchos dijeron que fue un romance lo que alejó a semejante caballero de soberana dama, pero como su nombre mismo lo explica, el hombre secreto sólo debe tener secretos, y nadie puede guardarle sus comentarios como verdades, pues para aquel sujeto mentir era la realidad. Si hubiera contado sus planes o su verdadero origen de seguro no consigue tantos lujos y facilidades. Era necesaria la ficción, pero todavía era aún más necesario trabajar en ella, y por eso el hombre secreto siempre dijo que era un guionista francés. 
   A la dama pública había dos cosas que le fascinaban: el cine y las subastas. Como no tenía amigos que supieran mucho del tema decidió meterse en bares de bohemios que fusilaban del aburrimiento o encantaban con la inteligencia, y en esos cafés y bares tumultuosos y humeantes, entre el olor a vino y vodka, conoció la dama pública al hombre secreto y se hicieron primero amigos y después amantes. El resto de la historia ya la conocen. 
   El país de los trenes es un lugar enigmático, con todas las estaciones menos invierno, de tierras áridas, selváticas y calurosas, con una extensión igual a la de sus ferrocarriles y con una población que trabaja toda en la empresa de transportes. Los dueños de esa empresa siempre han sido los mismos, y bajo su mano se ha creado este país desorbitado, sin gran relato y sin gracia fuera de sus vagones. El mundo entero viaja a través de ellos y los grandes millonarios contratan la empresa para que les venda vías férreas y trenes: son los únicos constructores de estas máquinas y como tal piden una condición única a la hora de los tratos: que terreno por donde pasen los hierros, terreno que pertenece al país de los trenes. Sin pestañear todos aceptan porque es idiota no hacerlo. La extensión del país de los trenes es vasta, pero su fragmentación permite que no haya población ni ejército ni senado ni nada de esas cosas, ni siquiera un libro de leyes. Los dueños de la empresa son quienes premian y castigan y quienes hacen de policías y ladrones. El resto, los pasajeros y trabajadores, son fichas que juegan sin darse cuenta. 
   La Gran Subasta es la última estación del país de los trenes. Pocos llegan hasta allí porque es un reservado que nadie paga.  Solo Ricos, grandes empresarios, excéntricos artistas, presidentes, reyezuelos, líderes de todo tipo, en fin. Lo único necesario para ingresar a las suntuosas mansiones y para viajar en los lujosos yates de la subasta es pagar nueve millones de dólares en efectivo y esperar un año. El dinero se invierte en hampa porque La Gran Subasta no vende estupideces sino cosas tan extrañas como valiosas, cosas que no siempre son adquiridas legalmente. Muchos de los objetos son negociados si sus dueños aceptan la oferta, pero la mayoría son robados porque o no tienen valor o su dueño se rehusó a cederlos. Es una mafia La Gran Subasta. Una mafia corrompida, astuta, demoniaca y juerguista, porque siempre los eventos terminan como en Roma: orgía orgía orgía...
   Este año La Gran Subasta está cuidadosamente planeada. Alguien, no se sabe quién, tal vez el hombre secreto, advirtió que varios países del mundo organizaron una conspiración para acabar con el monopolio del transporte férreo y de paso con el negocio de la subasta. Todos los ladrones fueron excepcionalmente escogidos, todos los estafadores fueron investigados hasta los huesos, todos los mentirosos contratados fueron probados y probados hasta que mentir se volviera un proceso natural. Y el hombre secreto entonces se arriesgó pero sin jugar su última carta: subastaría de paso el tren y el país entero con él. 

Wednesday, February 18, 2009

El Tren VIII

Por Chano Castaño



   Antes de ser un rock-star nunca había dormido solo. Comía cuando la mendicidad le otorgaba la suerte, cantaba destemplado bajo los puentes y en las esquinas de miles de metrópolis, esperaba la dosis que espanta el odio. Una noche cantó para todos los que estaban echando de una fiesta; era la mitad de una calle, aplaudía el público ebrio, la ausencia de música hacía que la voz de tarro, carrasposa y áspera, fuera un melodín perfecto, y una chica vestida de cuero negro salió cuando todo había acabado y le ofreció algo de comer, en su casa. Lo llevó como a un perro. Le dio un baño y una cama decente. Lo despertó con desayuno y comida fresca y le soltó la noticia: esta era su nueva vida y debía ganársela con sacrificio y sudor y lágrimas y puteadas. 
   En las giras del principio se portó como una basura juvenil y despreció oportunidades de todo tipo con chicas, grandes músicos y productores. Er de entenderse, apenas entraba en el negocio. Después del segundo disco y en la tercera gira su comportamiento cambió, sedujo chicas a ritmo de vedette y sucumbió a placeres gourmet, dejó algunas drogas, leyó libros y fue a otros conciertos a escuchar otra música. El tercer disco estaba vaticinado como el éxito de la década; ya todos lo tenían marcado con la idea de el hombre que salvó el rock y era un ejemplo social, de energía y voluntad. El gerente general de la disquera decidió que más del 60% del presupuesto anual se invertiría en la grabación y promoción del álbum, y con tanto dinero todo el mundo enloqueció. El trabajo se volvió rumba, excesos, pereza, lujos, facilidades. Y justo cuando faltaban pocos días para empezar a ensayar con los músicos, nuestro rock-star se quedó dormido en una mansión de Amsterdam y nunca llegó a la sala REC ni a su apartamento ni al cuarto de ensayo ni a la oficina de su jefa. El hombre se había alcoholizado tanto que no pudo levantarse en tres días y cuando regresó a su país ya lo habían remplazado. 
   Quiso vengarse pero no sabía cómo, de alguna manera su culpa estaba como una marca de agua sobre los hechos. Sus abundantes placeres lo demacraron hasta la negligencia, algo similar a lo que había pasado muchos años atrás, cuando era el hijo preferido de su familia y llegó a convertirse en una amenaza para ellos. Quería matar a todo el mundo y en las avalanchas de cocaína y morfina que entraban en su cuerpo hizo más de un intento. Después fue la calle. Después fue el rock. Ahora todo era nada. Nada era un silencio y una botella vacía y el cuarto metido en un vagón. 
   El tren lo recogió en la estación Pennac, donde conoció a la mujer que lo acompañaría por esta travesía loca. Él iba para un cuarto de clase alta y ella para uno de media. Como un caballero ofreció un espacio en su cuarto y ella lo aceptó--tal vez como una dama fácil o como una princesa o como una cabaretera, no se sabe muy bien, porque cuando entraron a la habitación hicieron el amor sin preguntarse muchas cosas y eso ya era un signo de afán y estupidez pero no les importaba nada,  siguieron así hasta que llegó el sol con su entrada azul y su frío tenebroso, entonces ellos se abrazaron y siguieron pegados, sudando copiosamente, intensos; enamorados dirían los pesimistas, precisos diría un calculista, perfectos diría un sátiro fotógrafo. 
   Un día el rock star salió de la habitación y llegando al baño vio cuando unos tipos, en un cuarto, le daban golpes a un joven. Es un pobre diablo sangrón y ratero, le dijeron los policías cuando él preguntó por la causa de la golpiza. Al oír las frases se integró al grupo y golpeó tanto al muchacho que un gordo lo detuvo con violencia; el joven se les iba entre cartílagos y equimosis y no convenía que muriera, pero igual fue indetenible su hora de partida y se les quedó allí, lacrimoso, sin rostro, vuelto una filigrana de carne podra. El rock star sobornó a los policías menos a uno, el que no estaba presente y era el jefe: Babilonius López. Le hablaron muy mal de él, de sus ataques neuróticos y del hambre de sangre con que vivía. Eso lo asustó y se encerró en su cuarto durante cien días y noventa y nueve noches, y hasta hoy, el día en que salió de su cuarto barbado, con las uñas largas y su acompañante embarazada, hasta hoy que yo he podido subir al bus por aviso de mi jefe, hasta hoy que él no sabe qué es el verdadero miedo y lo conocerá a pedazos, como en los libros o las películas, y así su agonía será de carne y alma, de cuerpo y substancia. Yo soy Lizcano Martín, el hermano de ese muchacho que este putañero mató por gracia de su locura idiota. Y esta noche la vendetta es mi juego todo o nada. 

Monday, February 16, 2009

El Tren VII

Por Chano Castaño



   Hace pocos días fui a ver a un tipo que lee la carta astral y adivina sucesos del porvenir. No le creí mucho porque soy devoto de mis dioses y de ellos ni hablo, no es asunto de palabras algo sagrado. Fui a verlo porque me lo recomendó el policía al que le regalo tabaco de la Habana y porque una tarde me di cuenta que alguien lo quería asesinar. 
   Era un día caluroso, extrañamente caluroso. Salí a comprar algo de beber al bar y vi que el dueño del tren estaba sentado con un viejo canoso y gordinflón. Me llamó la atención que tenía un parecido inusual con uno de los sujetos que había visto el día que mataron a Cabrera Infante. Yo ya me había relajado con el tema y no me importaba encontrármelos de frente. No me reconocerían, quien me vio ya está muerto. Su olor todavía permanece en el cuchillo que siempre llevo en el jersey. Por el momento me quería concentrar en llegar a la Gran Subasta, donde podré quitarle dinero, joyas, prendas y chequeras a la gente. Cuando pedí un ron vi que un tipo entró al por la puerta del fondo, empezó a pedir disculpas mientras pasaba apresurado y cuando llegó hasta la mesa del dueño del tren se detuvo. Saludó limpiándose las manos en el pantalón. Estaba agitado. Su respiración no lo dejaba hablar. Yo supuse que algo andaba mal además que sí, era él, el hermano del dueño de cada uno de estos vagones, el que en verdad yo había visto en compañía de las mujeres bellas la noche en que mataron a Cabrera Infante. 
   Me quedé escuchando su conversación con atención de vieja chismosa. Pedí más licor para poder acompañar mi espionaje. Estos tipos están enfermos y esa noche me di cuenta. El dueño de los trenes hablaba de una mujer a la que había torturado en su cuarto porque cantaba ópera y su hermano, otro demente, dijo que en le Gran Subasta estarían los coleccionistas más famosos de mundo y con más dinero, que por eso llevaban las gafas del amanuense cubano, un bastón de Borges, una película inédita donde aparece Pancho Villa, dos cuadros de Francis Bacon inéditos, una pulsera de Manco Inca Yupanqui y unas fotografías pornográficas de Hitler. El tipo tenía bastantes particularidades para vender, se notaba que se volvía más rico en cada subasta. El dueño de los trenes felicitó a su hermano y le dijo que tenía alguien a quien quería presentarle y empezó a hablar el gordinflón que los acompañaba. Se presentó como Albeiro Guerra Field y entre el susurro que era su voz alcancé a escuchar que había un astrólogo al que sería interesante preguntarle por el porvenir, que estaba en un vagón cercano y que ya tenía fama entre los pasajeros. El dueño de los trenes intervino y le dijo a su hermano que si quería se lo llevaba al cuarto, pero éste se negó argumentando que sería mejor en el cuarto de siempre--y ahí fue que dijo la frase clave--, donde solían torturar y comer a los elegidos. La mujer de la ópera fue una de tantas en su menú. Y cuando estos tres se empezaron a reír y brindaron por su próxima víctima a mí se me erizó la piel y se me helaron los pies. Algo andaba mal y debía ayudar. Fue así que le pregunté a Babilonius por el astrólogo y él, humilde entre su barbaridad, me dirigió hasta su vagón, donde olía a incienso y había brandy servido en el escritorio. El tipo se dio cuenta que yo era cubano y su expresión me lo dijo porque es el rostro de quien siente un isleño cerca. Yo me relajé lo que más pude y cuando salí de su consultorio le dejé una nota donde le advertí de su asesinato y le establecí una cita hoy, acá en el bar, a esta hora. El tipo no viene y eso no me gusta. ¿Qué tal me hayan espiado? No encontrarían nada, sólo un cuchillo y sangre seca. Igual no les importará matarme, pues a la mujer que cantaba la ópera, por lo que escuché, la hicieron pasar por ahorcada a sabiendas que no quedaba ya ni un gramo de su cuerpo. 
   De repente el astrólogo llega. Le tiendo la silla vacía que tengo cerca, lo saludo cordial y empezamos a hablar. El tipo me dice que no ve quién lo pueda asesinar. Yo le digo que no es un crimen con móviles fuertes: simplemente ganas de tragarse a alguien. Le comento lo que se, sobre los planes del dueño del tren y su hermano. El astrólogo se rasca la barbilla y espera, da bocanadas a un cigarrillo y se queda mirando el horizonte en la ventana que está detrás de la barra. Piensa en su muerte. Piensa en que mañana puede desaparecer. Piensa que esta será su última vez en un bar y que fue con un cubano sin gusto ni gracia que le advirtió su crimen. El astrólogo debe pensar que yo soy quien lo va a matar y eso lo demuestra con las idas múltiples al baño. Está nervioso. Yo me quedo quieto y trato de ayudar sin hacer ruido. El tipo se desmaya en el asiento de la barra, lo recojo y lo llevo a mi habitación. Está mal, viene a despertarse cuando le paso un poco de agua. Se asusta cuando ve que está sobre mi cama pero se calma porque empieza a darse cuenta que lo quiero ayudar. Me dice que pidamos servicio a la habitación y mando traer carnes. Cuando salgo a recibir el pedido, el camarero me cuenta que tengo que acompañarlo porque hay en la cocina un plato que no saben si es de esta habitación o de otra. Al principio trato de dilatar el esfuerzo y termino en pelea, así que me toca ir hasta esa lugar que huele a cebolla y a grasa y a regueros de toda índole. Allí me dicen que el plato ya lo habían despachado, que ya habían averiguado a dónde iba. Me da rabia pero hay algo que me da más rabia y es llegar a mi habitación y darme cuenta que el astrólogo está perdido, que no aparece, que no dejó ni rastro, y que mierda si da duro aceptarlo pero es mi culpa, mi habanera culpa, mi tropical sandez, mi calurosa torpeza. Frente a mi puerta me agacho y lloro. Ese hombre debe estar muerto o bailando el cha cha chá con alguna diablilla del infierno. Ya nada me importa. Seguiré mi camino esperando llegar a la subasta y no me pondré de héroe a salvar a otros. Soy un ladrón profesional, sin emociones, sin remordimientos. Pero coño, qué sed. Doy una vuelta y regreso al bar, donde veo unos tipos que llevan una bolsa negra. Me voy tras ellos, sigiloso y silencioso. Veo cuando pasan todos los vagones de clase alta y llegan hasta el segundo vagón, el que va detrás de la locomotora, y entonces se meten a una habitación que parece la del dueño del tren y de la cual sale música clásica. Yo me escondo y escucho algunas cosas que pasan adentro. Efectivamente es el astrólogo y sus gritos se pierden cuando cierran la puerta. Apenas si alcanzo a escuchar un crujido y el volumen de la música que sube. Un vacío se apodera de mi vientre y sudo copiosamente, me da un ataque de sed y decido regresar. Cuando paso junto al bar de veo una madre que pasa como loca preguntando por su hijo. Es una pobretona de los vagones de clase baja, pero su angustia es contagiosa. Cuando se aferra de mí me pide ayuda pero le digo que me suelte, ella me sacude el jersey y forcejeamos porque no se quiere quitar de encima, entonces la empujo más duro y se va al suelo. La ola de gritos no se hace esperar así que salgo corriendo en dirección a mi habitación y me escondo. Me recuesto contra la almohada y abro un libro que venía leyendo sobre José Martí, y me encuentro una nota bastante loca en la que alguien me advierte que en una semana me devolveré a la Habana. Esa nota está firmada por Cabrera Infante. 

Friday, February 13, 2009

El Tren VI

Por Chano Castaño
   Hace muchos años escribí una novela que jamás fue publicada y hace dos días, en una conversación trivial que tuve con un hombre más joven que yo, me di cuenta que el personaje que yo había creado y había construido hueso a hueso, era él. Un hijo perdido de tinta, seguramente, pero me parece que el fenómeno va mucho más lejos. 
   Todo empezó realmente cuando tenía 20 años y era un joven lleno de vida, con tabaco siempre en el bolsillo, vestido elegantemente, soberbio a la hora de hablar con mujeres, dispuesto a la danza, al cha cha chá, preparado para la pelea, vivaz al momento del negocio y la fiesta, memorioso como para recordar los nombres de cada noche y las historias de esos nombres, cantante improvisado, negociador fecundo, viajero imparable, poeta siempre elocuente. Todo empezó, les decía, cuando yo era así y el tiempo no parecía importarme. 
   Era una noche cualquiera en un bar cualquiera de una ciudad cualquiera (como ven mi memoria ha perdido ya capacidades), y yo estaba con dos amigos a los que no veía desde que se fueron en una expedición a Madagascar. Tomábamos rhum porque decían que ayudaba con las mujeres. La música era jazz y blues y salsa y algo de soul. Ellos me hablaban de su aventura loca con leones, panteras, grandes tribus caníbales y aquel mar que nunca podrían olvidar. En esas me encontraba cuando una dama me sacó a bailar. En la pista apreté su cadera y le pregunté el nombre. Me dijo que se llamaba Dorotea Valdivieso, que venía de Colombia y que estaba encantada en el país de los trenes. Le seguí preguntando cosas y bailamos haciendo otras actividades simultáneas: desocupamos botellas, acabamos paquetes de cigarrillos, empujamos otras parejas, gritamos y cantamos y nos besamos locamente. Y seguíamos bailando mientras cada cosa sucedía. Y cuando yo me di cuenta, sin corbata y descamisado y ella desarreglada y hermosa, ya era el amanecer y tenía que irme a casa. Dorotea se ofreció acompañarme pero le dije que no, que prefería llegar solo. Ella insistió así que le dije que bueno, que no importaba, que se fuera a dormir conmigo. No quería parecer un patán así que pedí un taxi, abrí la puerta y ella entró sin sospechar que yo cerraba sin subirme, que yo la abandonaba porque era mi negocio. Siempre ese taxista fue fiel al grupo y jamás delató nuestras posiciones. El negocio era redondo y las chichas caían fáciles. El proceso era lo tortuoso, por eso nunca quise ver cómo las amarraban ni cómo las mandaban, fríamente, en un barco que iba para la China. Allí se convertían en mujeres guapísimas que trabajarían de putas. Sí, el asunto era trata de blancas, y qué. 
   Me convertí en millonario cuando empecé a trabajar con el grupo. Nunca tuvimos nombre, siempre fuimos anónimos--aún los seguimos siendo. Repartimos chicas por el mundo: Suiza, Inglaterra, Japón, Tailandia, Portugal, España, Italia, Noruega, Irlanda, Alemania, Francia, Sur África, China. Al único lugar donde nunca mandamos mujeres fue a Latinoamérica porque allí proliferan las mujeres hermosas y es una pérdida atestar de vaginas un lugar que ya está repleto. Nuestros mejores clientes eran los ingleses, los alemanes y los chinos. Les encantaban las damas que embarcábamos porque bailaban bien, eran cultas, servían para tener sexo y nunca pretendían casarse contigo. Aclaro acá que siempre escogimos lo mejor y el bar en el que nos la pasábamos en el país de los trenes era una fachada perfecta. Sus adornos eran preciosos, su música siempre contemporánea llamaba las más bellas, sus licores finos eran venenos para embrujar las hadas y el dueño, el gran jefe, ese tipo al que nunca le vi el rostro, siempre estaba listo a gastar en suntuosidades para mover el negocio. Es triste decirlo--y ahora es más triste que nunca--pero no me pude enamorar porque todas las mujeres que tuve terminaron en otro lado. Y sí que amé mujeres bellas, pero cada amor fue de una noche, de una cama, de una última mirada. 
   Mi vida como escritor es diferente. Llevo mucho tiempo haciéndolo, pero fue más tiempo el que perdí. Mi cotidianidad era una aventura, un pillaje que mantenía la tensión. Yo era una ficha dentro del juego y disfruté cada partida. No fui como otros que se largaron arrepentidos a fastidiarnos el camino a los que quedábamos. Con el paso de las horas te das cuenta de la falta de amor. Y desesperas como un niño pequeño al que se le asesina su madre. Así me pasó con las palabras: llegó el momento en que vi su ausencia en mi camino. La presencia de un poema reverberó mi grito de libertad, aquel grito interior que llevamos apagado o prendido, y cada frase que leí me fue cambiando la cara hasta que decidí renunciar, dejar atrás las noches entre los amores pasajeros, las lunas redondas llenas de sangre, las luces preciosas que hacían pública tu guardia y tus gestos. Quise que mi espalda aguantara el peso de una vida digna, que mis manos crearan el sueño de los otros y que mis ojos empezaran a ver algo más que mercancía en las personas. Y me convertí en lo que soy, aunque me confieso: jamás he dejado de ser lo que fui.
   Ese personaje de mi novela que me encontré hoy acá ha venido a asesinarme o a decirme un mensaje importante. Si no fuera así el destino me lo hubiera puesto en otra parte, pero lo ha colocado entre las miles de personas que pasan por estos vagones, y el hecho de verlo, de hablar con él, de soportarlo, de agradarle, es algo que está afectando poco a poco mis facultades mentales. Me estoy volviendo loco aunque sienta que esa locura es el paraíso. Y sé que él también enloquece lentamente junto a mí, porque en sus ojos el brillo de la vida se vuelve turbio y en el temblor de sus manos se refleja el desespero. Lo más extraño en todo esto es que ese personaje viene a vengarse, como en mi novela, pues su madre es una de aquellas mujeres que envié al otro lado del mundo. Y tras muchas noches de dolor, de llanto, de sangre y furia, tal vez se decidió a contarle lo que fue su vida. Y a través de nombres perdidos y recuerdos fugaces de repente mi rostro vino a la memoria de cualquiera de esas mujeres, y su hijo estaba allí para atraparla, para nunca olvidarla, para hacer de ella una obsesión. Aquí espero entonces sin vacilar mucho y bebiendo vino. La muerte a de llegar vestida de blanco o en la media noche. Mi hijo de tinta esperará el mejor momento, pero eso yo no se cuándo será. Sólo conozco su ansia de venganza. Y la entiendo, que es algo mejor que compartirla. 
   

Wednesday, February 04, 2009

El Tren (V)

Por Chano castaño



   Anoche leí la carta astral a una mujer y esta mañana amaneció ahorcada en su cuarto. La soga estaba bien amarrada y su cuello quedó torcido como una tuerca chata. Los policías (peleles sin excepción) hablaron de móviles absurdos y su comandante (el tabarrón del siglo) aseguró que en el tren había un asesino que sería encontrado con prontitud. Yo podría ser ese criminal, pero nadie sabe qué le dije a Maritza Cantoná. Y nadie lo sabrá. Mis lecturas del porvenir y de los ciclos son secretas. Nadie debe escucharlas a no ser que sea el que paga. Nadie debe intentar poner trabas al destino ya escrito. Nadie puede refutar mis palabras. Nadie puede mirar mis ojos.
   Esa mujer había llegado a mi cuarto porque el políglota que está en el siguiente vagón me recomendó, un sujeto hablador, cultivado, bebedor de vino blanco y que tocó la puerta de mi habitación una tarde y me contó que Babilonius López, el jefe de los policías que van en el tren, me había sugerido para que limpiara su alma y esclareciera su porvenir: y esa viga de la ley, ese crápula de macana y 38, fue mi primer cliente, pues cuando pasó las primeras noches en el vagón 14, aquel donde está lo peor de lo peor, me arrestó por andar vendiendo esencias y aguas espirituosas. Cuando estaba apresado en la habitación que improvisadamente convirtieron en calabozo, Babilonius se acercó a mí y contó su tragedia, y me dijo que si podía ayudarle en algo lo hiciera, y entonces su carta astral le deduje sin mayor compromiso y me soltó después con la frescura de un viento tropical, con la relajación de un filete. No nos volvimos amigos porque no hay que ser amigo de la policía, pero tampoco dejamos de saludarnos y de hacernos regalos, de conversar ocasionalmente y de comer en los días de fiesta. Muchos de mis clientes me los ha enviado él. No cobra comisión sino que pide que le retribuya el servicio con más revelaciones de sus estrellas. Y en una de esas amabilidades con alguien Babilonius me envió al políglota y éste después a la muerta. 
   La mujer llegó llorando (tenía poco tiempo de vida y yo no lo sabía, pero ella sí) y me dijo que necesitaba conocer su futuro cercano, el de los meses que venía. No recuerdo todo lo que comenté mientras miraba su carta, pero hubo un momento inolvidable. Le dije que el ciclo de un buen amor había terminado y que duraría un tiempo a solas, sin nadie. La mujer empezó a lagrimear despacio, a resoplar y a callar sus gemidos, y estalló en un grito que me hizo dar un brinco del asiento. Le di un vaso de agua, ofrecí un cigarrillo y le serví un brandy y ella aceptó cada relajante con una vibración y un desespero que preferí decirle que se fuera, que la terminaba de atender otro día. Siempre me han alterado las mujeres nerviosas porque cometen demasiadas estupideces. Ella se suicidó esta madrugada. 
   Para llegar a mi destino faltan pocas estaciones. No voy para La Subasta Global que comentan en el casino cada noche, sino para la casa de campo de Abigaíl Gushnok, un mago blanco que me enseñará los trucos de la sanación natural y de la conexión profunda con el cosmos. Con él espero aprender a llevar mi alma hasta otros seres, a orbitar sobre lugares de poder, a bailar con el espíritu del tambor que mueve el planeta y a rejuvenecer mi cuerpo a través de la dicha, la imaginación y la meditación. No me vale un peso, soy un elegido en la distancia. Él me escribió para que lo visitara porque se encontró con mi línea existencial en uno de sus viajes y quedó sorprendido. Para no parecer un forastero miserable he traído quesos finos, vinos exquisitos, algunos frutos de mar que no se consiguen cerca, esencias con especias únicas, trajes de poder, libros, música y un bastón de mando. Con las ganancias que me han dejado los clientes del tren pienso decirle algún día al maestro que nos vayamos de viaje. Sé que me dirá gustoso el si. 
   Ahora mismo me encuentro preparando la mesa para un cliente que aviso que pasaría hoy en la tarde. Bebo brandy y le doy fumadas a la pipa. Escucho música rusa, pura balalaika. Mis sentidos están concentrados en varios estímulos que configuran una gran emoción; el ritmo del tren, la luz perfecta del cenit, el paisaje verde que se corta en dos por el cableado de los postes, el aroma abundante del vapor de canela. Podría decir que si aquella mujer no hubiera muerto estaría experimentando un día perfecto. Alguien toca la puerta. Sigan. Es un tipo medio elegante. Huele a puros y a rhum. No es blanco ni negro, es mulato. Los dedos de sus manos son largos. La barba la tiene de 3 días y sus modales son eficientes. No me fastidia. 
   Empiezo a leerle la carta y sin que él me lo diga sé que es de la Habana y que ahora mismo porta un cuchillo en el bolsillo del jersey. Eso no me lo dicen las estrellas sino mis recuerdos. Sólo en aquella ciudad cubana el ron huele así, y la sangre seca no se ve en ninguna parte de su vestido, así que asumo que la tiene pegada en otro lado. Igual atiendo al tipo y hasta termino bebiendo un par de tragos con él. Cuando sale miro bajo la silla donde estaba sentado y encuentro una nota:

Nos vemos en el bar de clase alta mañana a las 9:OO PM . Necesito contarle quién mató a Maritza Cantoná. Y de paso advertir que usted es el próximo. 


   

Tuesday, February 03, 2009

El Tren (IV)

Por Chano Castaño



   La última vez que estuve en la Habana me encontré con Cabrera Infante. Lo vi lejos, sentado en una mesa con dos sujetos risueños, uno canoso el otro calvo, fumaban y tenían libros sobre la mesa, me miraron y no les importé, luego bebieron mojitos y llegaron las mujeres. Eran tres pa´ tres. Una rubia de ojos verdes y grupa tensa, una morena de pelo lizo y labios carnosos y una peliroja tetona de cara espectacular, tan espectacular como la comida que les trajeron luego, y aun más espectacular que el precio de la cuenta. No recuerdo haber visto a Cabrera Infante borracho pero sí que por su culpa hoy viajo en este tren.
   Había un concierto de Ernesto Lecuona & los Lecuona Cuban Boys. Lleno total, no cabían las personas. Me logré colar por suerte de bobo. Como seguí a Cabrera Infante desde el restaurant cuando llegué al teatro me fui a espaldas de uno de los acompañantes del escritor, y me hice pasar por uno mas del grupo, con una sonrisa grande y una mano arriba. Adentro las cosas cambiaron. Cabrera Infante se perdía entre la muchedumbre y los que reconocían su rostro los saludaban efusivamente. Muchos gritaron cosas como !Vean quién esta aquí! o !Un viva para el escritor! o !Pase usted, doctor Infante!, pero hablando ya en serio, sin ron ni son, creo que ninguno de esos coñudos cubanos conocía al amanuense del trópico que tenían enfrente, porque en sus rostros había un prejuicio, un valor invisible pero palpable, una actitud rancia y doble para con el que los contaba afuera como eran de verdad. 
   En un momento me perdí y entre los empujones, el sudor y las conversaciones, desemboqué a unas escaleras que subían a los palcos del teatro. Por la calidad de mi perseguido supuse que estaría en uno de aquellos y en lo que usted, lector impaciente, se demora subiendo tres escaleras, yo hice veinte.  Arriba todo estaba oscuro, las únicas luces eran los contornos de las puertas cerradas de cada balcón. En algunos salía olor a tabaco fino, en otros apestaba a cigarrillo, en los del final un vaho de ron y de pólvora delataba los narcos, y qué joda, en el último estaba Cabrera Infante. Abrí sin pena y vi que había una orgía; las tres mujeres, los acompañantes y el escritor estaban anudados por todas partes; se metían los dedos, se chupaban los orificios, se apretaban sin compasión, escupían húmedos y lubricados, penetraban lo que se atravesara, olfateaban distinguiendo y mordían salvajes, y uno de ellos, creo que el calvo, levantó la mirada y vio mi silueta y luego mi rostro más excitado que nunca. Salí corriendo pero nadie me persiguió entonces me detuve. Volví pero cuando iba a abrir la puerta escuché un grito de mujer y me asusté. No hubo más sonidos. No parecía nada grave. Abajo continuaba la bulla de la gente. Entonces puse de nuevo mi mano en la chapa, sudando a cántaros, y la giré lentamente: adentro descansaba sentado y desnudo Cabrera Infante y parecía dormido. Cuando me acerqué su cuerpo estaba tibio. No respiraba. Al quererlo cargar para bajarlo sentí en sus costillas derechas las puñaladas que brindaban sangre copiosamente. Me asuste y salí corriendo del balcón y del teatro. Cuando estuve en la calle vi a lo lejos, volteando en la esquina, a las tres mujeres y los dos sujetos. Los perseguí sin presura. A pocas cuadras subieron a un hotel. Los esperé afuera y fumé tabaquitos para disipar el miedo. Un taxi los estaba esperando y cuando salieron y subieron todo el calvo dijo que había olvidado algo--hay me di cuenta que era argentino--y se devolvió. Yo entré detrás suyo y subí hasta el cuarto piso, en donde un corredor estrecho de tapete desgastado iba llevando hasta el fondo, entre puertas chillonas de madera sin laca y lámparas antiguas. El calvo había dejado la puerta abierta así que vi lo que hacía. Estaba revisando un papel. Yo estaba frente a la puerta y él estaba en mi misma posición pero adentro. Las presencias se percibieron y en un segundo sus ojos se fijaron en los míos. Esta vez no corrí. Armé una reyerta sin vacilar y nos tiramos abrazados al suelo. Las imágenes de la orgía vinieron a mí como un golpe. En un momento él ganaba el combate pues logró restablecerse y patear mi estómago, pero no contaba con un detalle. Como todo ladrón profesional siempre debo llevar un arma y aunque hoy no quería trabajar saqué la navaja por si algo. Y coño, las cosas de la vida: la herramienta me salvaría. Cuando mandó la segunda patada yo la tenía abierta sobre mi pecho y se la enterré en el tobillo. Le corté los tendones y se fue al suelo. Gritó desesperado y yo miré el cuarto de un lado a otro hasta que detecté el papel que el argentino revisaba. Era una lista de nombres desconocidos menos por el de Guillermo Cabrera Infante, que aparecía chuleado con tinta roja. Antes de escapar apuñalé al gaucho en el corazón. 
   Salí del hotel y vi que el taxi había arrancado. Me devolví y le pregunté a un botones, después de saludarlo con un billete en la mano, que quiénes eran esos tipos: me dijo que unos extranjeros pacíficos que habían llegado para firmar un contrato importantísimo acá en la Habana. Le dije que si sabía si iban a salir del país y me dijo que no, que iban a bailar un rato y ya volverían. Ese dato me asustó un poco. Volví a la habitación y vi el cuerpo del argentino sobre un charco de sangre. Abrí el clóset y esculqué sus maletas. No tenían armas de fuego pero sí muchos libros de literatura. También había un mapa, un mapa que también estaba entre el bolso de tangas de la mona y entre la cartera de la peliroja y bajo las blusas de la morena y entre una página del libro de uno de los tipos y puta madre, el del argentino, seguramente el líder de la banda, estaba pegado en el baño con chinches de colores. Era una ruta larga que cruzaba el país de los trenes.  Al siguiente día me embarqué hacía allá y empecé la ruta, y mierda, al parecer lo que se viene es grande. Le mostré el mapa a un ebrio con el que bebí la otra noche y me dijo que ese lugar era La Subasta Global, que allí se reunían una vez al año millonarios de todo el mundo a comprar objetos preciados, fetiches de los más poderosos, invaluables preseas que sólo el buen dinero podía comprar. Y coño, las cosas de la vida: me acordé que Cabrera Infante ya muerto no tenía puestas sus gafas redondas. 

Sunday, February 01, 2009

El Tren (III)

Por Chano Castaño
   

   Soy uno de los fundadores del tren y las manos de mis trabajadores, callosas y sangrantes, ayudaron a construir cada riel y a poner las tablas de cada estación; y aunque yo nunca me moví demasiado para transformar las cosas, creo que mi dinero hace todo lo que puede. Alguna vez mi padre me contó la historia de la fortuna familiar y me impresionó que sólo mi bisabuelo hubiera tenido que ensuciarse las manos, pues a decir verdad el resto de consanguíneos somos perezosos, amañados, bebedores, mujeriegos y negociantes. Ese es el secreto: sabemos hacer de todo para sacar el trato adelante, cualquier trato. 
   Este tren es el fruto podrido de años de esfuerzo corrupto. El acero fue robado en su mayor parte; los maquinistas, los que acicalan los vagones, los mecánicos que revisan que todo funcione, las taquilleras, los aseadores, los cocineros y los barman, son pagos con dinero ripio que de seguro no alcanza ni para el pan. Yo me quedo con todas las ganancias reales y no comparto nada por principio de generosidad, sólo doy algo a los míos que mas bien son pocos: mi mujer, mi amante, mis hijos, mis bastardos, mi familia del sur y un amigo alcohólico que mantengo porque quiero.
   Casi nunca las mujeres me parecen hermosas, ni los hombres ni los niños ni los muertos. Hay algo de fobia en mí para todos, algo de miedo escarchado en mis cavernas; y en este tren día a día, mientras mis ojos atraviesan los infinitos horizontes que veo por la ventana, aquel odio va calmándose, y cuando bebo se acrecienta y al tener sexo desaparece. Pero vuelve. Retorna desde un centro finito que me sostiene, y vuelvo a golpear una chica y a patear un perro, y sigo insultando negros, maricas, niños, ancianos, pobres, ricos, locos, poetas, cineastas, peluqueros, filósofos. Y mi corazón se cocina en la boca de un dragón pues un fuego perverso me extorsiona la paciencia y no aguanto. Termino por matar a alguien. 
   La última vez fue una mujer que cantaba ópera. 
   Viajaba en el vagón de los millonarios pero no tenía un centavo. Sus ropas, joyas y sombreros eran de la ex de su amante, un petrolero abominable que ya me había a mandado a hacer más de un tren para sus barriles. Sus modales no eran de cuna y mientras los caballeros de monóculo y risa parca hablaban de literatura y de ciencia y de negocios y de pornografía, ella siempre hablaba de un teatro para el que alguna vez cantó, de unas giras que dio por el mundo, de aquella ocasión en que le rindieron honores de primera dama. En realidad era la última dama. Las otras que compartían bar y restaurante con ella en verdad eran distinguidas; lucían sus vestidos con originalidad, bailaban con la suavidad de un guante, olían como se veían, nunca se embriagaban aunque estuvieran vueltas pirujas y mantenían modales, suavidad, elegancia. 
   Un día esta mujer volvió a sus cantos como una forma de salvarse de la soledad. 
   Y ese fue su error. 
   Esa mañana miré mi pistola como una mujer desnuda. La cargué como si estuviera construyendo el mundo. Bala a bala a bala a bala fui llegando hasta su cuarto, del que emanaba esa extasiada voz llamadora de la muerte. Un canto final. Su muerte no fue rápida porque soy un elogio a la lentitud, al deleite. La amarré y la llevé hasta mi aposento que es todo un vagón. Cerré las puertas, abrí mi cajón de herramientas y disfruté concupiscente. Al final, ya sin saber que había amarrado en la pared, disparé resuelto y ebrio de locura y desquite. Vendetta contra el mundo resuelto y ebrio de maldad que me había ilustrado, tanto en el papel como en el alma. 
   Esos momentos ya han disminuido su frecuencia. 
   Espero que no vuelva a suceder. 
   Amanezco asqueado y oliendo a sal húmeda. 
   Olvido todo y recuerdo todo.
   Y en otras ocasiones leo novelas hasta el cansancio y escribo cartas a remitentes fantasmas, retrato los paisajes que veo desde el tren y los hoteles, compongo canciones de guitarra y canto, hago teorías astrales, escupo el suelo, cierro tratos y voy a la Habana por un daiquirí. 
   Pero hay algo que en realidad ha destruido mi paraíso de corrupción y abundancia. 
   Un niño
   Un hijo de una mujer que amo pero que no puedo ver. 
   Ella es muda y sorda y torpe. 
   Yo soy loco y sangrón y frenético. 
   Y ese niño es la suma de las partes. 
   Y ese niño es mi próxima víctima: 
    su inocencia despierta mi sevicia. 

Sunday, January 25, 2009

EL tren (II)

Por Chano Castaño



   EL vagón número 14, correspondiente a la clase media, está a punto de llegar a su destino. Pueden faltar unos minutos, unos segundos, unas milésimas. Es cuestión de que pare el tren y el vagón 14 detenga su fuerza frente a las líneas amarillas del suelo que indican el lugar para bajarse--o tal vez para subirse, no lo recuerdo. Acá mis recuerdos florecen como los manda la raíz enterrada en la historia enternecida de mi ensueño. 
   Hoy yo me subí al tren por última vez. El tíquet lo encontré en la mesa de noche junto al vaso de agua que caza mis sueños y debajo de mi billetera: gruesa de recibos y deudas, vacía de fondos y de fotos. Y sabía que viajaría pero no hacia dónde y conocía la hora (1:00 PM) pero no la estación, y todas esas cosas me las respondió el tíquet. Un sabio aquel pedazo de papel (¿o un revelador incauto?). 
   Mi equipaje es de mano, algunos la confunden con un maletín de galeno, y en él cargo papeles amarillos de lo viejos, un cálamo, dos fotos de mis vedettes,un casete que nunca he escuchado (porque apenas voy para el lugar donde pueda hacerlo) y mis libros, porque la vida sin libros es aburrida. Eso lo decía mi abuelo pero no mi padre. Uno fue sacerdote y el otro tabernero. Ninguno de los dos me quiso mucho, tal vez por lo torpe y lo mudo.
   El vagón 14 ya se detuvo y abordé silencioso, invisible. Un guardia, un policía, un megalómano de macana y 38 largo, se pasea atropellando a todo el mundo e insultando al que le reclame: un patán de bigotes largos y pelo rojo. Yo escondo mi presencia de su mirada loca y asesina. No se detiene nunca en los pasajeros del vagón 14 sino que sigue hasta los de bien al fondo, donde viajan los pillos, los tacaños, las putas, los colinos, los opiados, los veterinarios, el campesino rústico y el campesino que quiere parecer de ciudad, el timador, el escurridizo, la traicionera y alguno que otro contador. 
   Durante el trayecto cruzamos valles de techos naranjas y copas de árboles, vi peñascos gigantes por donde surcamos el vacío, me fascinó la aurora de cada día y la luna que hubo esas noches, platina, brillante, Selene circular para lunáticos. Y escribí poco en las hojas y mucho en mis manos, porque yo siempre olvido y tengo que vivir recordando lo que necesito para vivir. Son datos básicos como recordar ir al baño después de tomar una cerveza o prender un cigarrillo después de comer o beber café si tengo sueño; porque mi cabeza, por infortunios del darwinismo satánico o por inconvenientes en mi gestación, es muy extraña, tanto, que olvido las minucias cotidianas, diarias y tradicionales y recuerdo las grandes proezas de mi pensamiento e imaginación, todo con una naturalidad a veces insoportable o dolorosa, pues lo que sé y creo y pienso me ha llevado solamente a saber que la vida es una trampa y un baile, y una tragedia y una novela escrita por un marinero sin tierra. 
   Hay una cantidad de hechos que han perturbado mi viaje. Una mujer llamada Lelúfares González, hermosa, alegre, beoda, poeta, libre, con dinero y bagaje de ciudad. Me encanta aunque inalcanzable: un tipo de los vagones de clase alta la tiene loca y al parecer le hace muchas promesas, pues ella siempre ríe y parece acercarse, con el paso de los días, a esos vagones cercanos a la locomotora, en donde viajan desde comerciantes reconocidos hasta políticos rancios. Otro hecho es el licor: venden rhum de Cuba y de la Isla Martinica y hay un barman que mezcla algunos espirituosos con el carmíneo ron creando mojitos, daiquirís y vernots por montón; y que aunque a ese trago le falta el son para acompañarlo, siempre dispone a las damas, de alcurnia o no, al juego de las seducciones, las pasiones y los besares. Yo soy muy sano, pero desde que vi resultados en faldas no dejo de beber ron. 
   Otro hecho que me perturba es la extensa distancia que todavía me falta para llegar hasta la casa de mi tío el Rico, que mandó por mí desde su pueblo natal--que es suyo, solamente suyo--y que en una nota (que dejaría también la mano misteriosa del tíquet) me dijo que esperaba mis manos para ayudarle en un gran proyecto: la represa del Barksville, el río más grande del país, de este país desconocido para todos menos para los viajeros de tren. Y ese es el hecho final: es la última vez que viajo en tren porque el tren me quito todo (y pude haber dicho entonces que era la primera también), y sin dolor alguno espero la noche del encuentro, que vendrá cuando un hombre de los vagones de adelante y un hombre de los vagones de atrás vengan a pedir un trago al bar del 14, y cada uno vestirá sombrero, lentes redondos y gabán, y en un momento uno de ellos le dirá algo al otro y si este mira la hora, yo sabré que llegó mi turno para acercarme a la barra, pedir un ron y anunciar con un 38 largo en la mano que esté tren será asaltado. 
   
   

Saturday, January 24, 2009

El tren (I)

Por Chano Castaño
 

De niño siempre quise los viajes en tren. Continuamente mi padre viajaba de ciudad a ciudad en un vagón de clase baja, en donde habían cerdos, gallinas, personas con cara de perro, gatos agresivos y bebedores de todo momento, jugadores conspicuos, mujeres triviales y madres santas, niños sucios y bebes chillones, juerguistas de paso y comediantes podros. Abundaban las familias como la mía, que corrían de lado a lado buscando una oportunidad para salir de la miseria, del fracaso, de la repugnancia. Nadie sabía leer, nadie sabía escribir. Todos los que siempre viajaban en esos vagones eran vivos para el pillaje y el engaño. La policía nunca estaba y las oportunidades eran perfectas: juegos de mesa, bailes ocasionales, borracheras continuas de estación a estación. Ni siquiera mi padre estaba limpio de aquellos actos. Era una locuaz ave carroñera que sacaba billetes con trampas en el poker. Era un bailarín carterista que seducía para quitar joyas y carteras y los que lo conocían siempre advertían a los otros sobre la sagacidad que lo protegía. Nuestra familia vivía en el vagón y en hostales ocasionales cerca de las estaciones, mi padre nos llevaba a mi hermana y a mí a restaurantes suculentos, donde para comprar comida buena no gastábamos mucho: todo lo robábamos--me incluyo en esta parte porque así empezó a suceder; mi padre hacía la distracción y yo metía la carne y las frutas o yo armaba una riña y el viejo, sagaz, old can, olfateaba en dos segundos y se metía a la puñetera, después nos íbamos y él me mostraba el dinero y los relojes de bolsillo.
Pero todo no fue siempre así. Hubo un viaje que no cambió nada realmente (porque pude haber dicho que cambió todo para siempre). Sino que fue un viaje muy importante para mi hermana, que nunca volvió al vagón y se casó con un leñador áspero, barbicarmíneo, de brazos como robles y cerebro como nuez. Después de ese viaje también empezaron a subir un policía en el vagón, un tipo que vestía ramplonamente y tenía que sacar su placa y su arma para que le creyeran que era un agente. A mi padre y a mí esto nos volvió el triple de astutos. Al principio tratamos de sobornar al policía pero el muy jayán, dándoselas de importante, nos dijo que su moral no se lo permitía. Desde ahí sé que para sobornar bien el dinero nunca es lo mejor, es simplemente un aderezo de otra cosa: el sexo. Después de muchas noches de hambre a mi padre se le ocurrió tomarse unos tragos con el policía, se fueron para una taberna de un pueblo llamado Likpe donde eran famosos los lupanares y los bailes; allí le dio una mujer, bebida y dinero al señor de la ley, y la moral se la tragó en la última copa de brandy, como si la moral fuera un fantasma que viene y va en el aire de las calamidades y los placeres. 
A este policía le dimos una dosis mensual de esto. Ocio, féminas furtivas, licor y veneno. Siempre, en cada velada en la que mi padre se iba con el policía a Likpe, yo ponía en su comida provisional un poco de hongo negro en polvo. Con el tiempo iría perdiendo su razón y se volvería un estúpido. Al año el agente ya no estaba vivo y por unas semanas el pillaje, el robo y el engaño volvieron al vagón y los viajes se hicieron más amenos, sobre todo cuando subían putas en algunas estaciones. Pero después llegaría el otro policía, el segundo, con una placa que desde el principio nos recordó su nombre: Babilonius López. Y coño, jamás olvidaríamos ese nombre. 
    

El tren