Wednesday, February 18, 2009

El Tren VIII

Por Chano Castaño



   Antes de ser un rock-star nunca había dormido solo. Comía cuando la mendicidad le otorgaba la suerte, cantaba destemplado bajo los puentes y en las esquinas de miles de metrópolis, esperaba la dosis que espanta el odio. Una noche cantó para todos los que estaban echando de una fiesta; era la mitad de una calle, aplaudía el público ebrio, la ausencia de música hacía que la voz de tarro, carrasposa y áspera, fuera un melodín perfecto, y una chica vestida de cuero negro salió cuando todo había acabado y le ofreció algo de comer, en su casa. Lo llevó como a un perro. Le dio un baño y una cama decente. Lo despertó con desayuno y comida fresca y le soltó la noticia: esta era su nueva vida y debía ganársela con sacrificio y sudor y lágrimas y puteadas. 
   En las giras del principio se portó como una basura juvenil y despreció oportunidades de todo tipo con chicas, grandes músicos y productores. Er de entenderse, apenas entraba en el negocio. Después del segundo disco y en la tercera gira su comportamiento cambió, sedujo chicas a ritmo de vedette y sucumbió a placeres gourmet, dejó algunas drogas, leyó libros y fue a otros conciertos a escuchar otra música. El tercer disco estaba vaticinado como el éxito de la década; ya todos lo tenían marcado con la idea de el hombre que salvó el rock y era un ejemplo social, de energía y voluntad. El gerente general de la disquera decidió que más del 60% del presupuesto anual se invertiría en la grabación y promoción del álbum, y con tanto dinero todo el mundo enloqueció. El trabajo se volvió rumba, excesos, pereza, lujos, facilidades. Y justo cuando faltaban pocos días para empezar a ensayar con los músicos, nuestro rock-star se quedó dormido en una mansión de Amsterdam y nunca llegó a la sala REC ni a su apartamento ni al cuarto de ensayo ni a la oficina de su jefa. El hombre se había alcoholizado tanto que no pudo levantarse en tres días y cuando regresó a su país ya lo habían remplazado. 
   Quiso vengarse pero no sabía cómo, de alguna manera su culpa estaba como una marca de agua sobre los hechos. Sus abundantes placeres lo demacraron hasta la negligencia, algo similar a lo que había pasado muchos años atrás, cuando era el hijo preferido de su familia y llegó a convertirse en una amenaza para ellos. Quería matar a todo el mundo y en las avalanchas de cocaína y morfina que entraban en su cuerpo hizo más de un intento. Después fue la calle. Después fue el rock. Ahora todo era nada. Nada era un silencio y una botella vacía y el cuarto metido en un vagón. 
   El tren lo recogió en la estación Pennac, donde conoció a la mujer que lo acompañaría por esta travesía loca. Él iba para un cuarto de clase alta y ella para uno de media. Como un caballero ofreció un espacio en su cuarto y ella lo aceptó--tal vez como una dama fácil o como una princesa o como una cabaretera, no se sabe muy bien, porque cuando entraron a la habitación hicieron el amor sin preguntarse muchas cosas y eso ya era un signo de afán y estupidez pero no les importaba nada,  siguieron así hasta que llegó el sol con su entrada azul y su frío tenebroso, entonces ellos se abrazaron y siguieron pegados, sudando copiosamente, intensos; enamorados dirían los pesimistas, precisos diría un calculista, perfectos diría un sátiro fotógrafo. 
   Un día el rock star salió de la habitación y llegando al baño vio cuando unos tipos, en un cuarto, le daban golpes a un joven. Es un pobre diablo sangrón y ratero, le dijeron los policías cuando él preguntó por la causa de la golpiza. Al oír las frases se integró al grupo y golpeó tanto al muchacho que un gordo lo detuvo con violencia; el joven se les iba entre cartílagos y equimosis y no convenía que muriera, pero igual fue indetenible su hora de partida y se les quedó allí, lacrimoso, sin rostro, vuelto una filigrana de carne podra. El rock star sobornó a los policías menos a uno, el que no estaba presente y era el jefe: Babilonius López. Le hablaron muy mal de él, de sus ataques neuróticos y del hambre de sangre con que vivía. Eso lo asustó y se encerró en su cuarto durante cien días y noventa y nueve noches, y hasta hoy, el día en que salió de su cuarto barbado, con las uñas largas y su acompañante embarazada, hasta hoy que yo he podido subir al bus por aviso de mi jefe, hasta hoy que él no sabe qué es el verdadero miedo y lo conocerá a pedazos, como en los libros o las películas, y así su agonía será de carne y alma, de cuerpo y substancia. Yo soy Lizcano Martín, el hermano de ese muchacho que este putañero mató por gracia de su locura idiota. Y esta noche la vendetta es mi juego todo o nada. 

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