Sunday, February 01, 2009

El Tren (III)

Por Chano Castaño
   

   Soy uno de los fundadores del tren y las manos de mis trabajadores, callosas y sangrantes, ayudaron a construir cada riel y a poner las tablas de cada estación; y aunque yo nunca me moví demasiado para transformar las cosas, creo que mi dinero hace todo lo que puede. Alguna vez mi padre me contó la historia de la fortuna familiar y me impresionó que sólo mi bisabuelo hubiera tenido que ensuciarse las manos, pues a decir verdad el resto de consanguíneos somos perezosos, amañados, bebedores, mujeriegos y negociantes. Ese es el secreto: sabemos hacer de todo para sacar el trato adelante, cualquier trato. 
   Este tren es el fruto podrido de años de esfuerzo corrupto. El acero fue robado en su mayor parte; los maquinistas, los que acicalan los vagones, los mecánicos que revisan que todo funcione, las taquilleras, los aseadores, los cocineros y los barman, son pagos con dinero ripio que de seguro no alcanza ni para el pan. Yo me quedo con todas las ganancias reales y no comparto nada por principio de generosidad, sólo doy algo a los míos que mas bien son pocos: mi mujer, mi amante, mis hijos, mis bastardos, mi familia del sur y un amigo alcohólico que mantengo porque quiero.
   Casi nunca las mujeres me parecen hermosas, ni los hombres ni los niños ni los muertos. Hay algo de fobia en mí para todos, algo de miedo escarchado en mis cavernas; y en este tren día a día, mientras mis ojos atraviesan los infinitos horizontes que veo por la ventana, aquel odio va calmándose, y cuando bebo se acrecienta y al tener sexo desaparece. Pero vuelve. Retorna desde un centro finito que me sostiene, y vuelvo a golpear una chica y a patear un perro, y sigo insultando negros, maricas, niños, ancianos, pobres, ricos, locos, poetas, cineastas, peluqueros, filósofos. Y mi corazón se cocina en la boca de un dragón pues un fuego perverso me extorsiona la paciencia y no aguanto. Termino por matar a alguien. 
   La última vez fue una mujer que cantaba ópera. 
   Viajaba en el vagón de los millonarios pero no tenía un centavo. Sus ropas, joyas y sombreros eran de la ex de su amante, un petrolero abominable que ya me había a mandado a hacer más de un tren para sus barriles. Sus modales no eran de cuna y mientras los caballeros de monóculo y risa parca hablaban de literatura y de ciencia y de negocios y de pornografía, ella siempre hablaba de un teatro para el que alguna vez cantó, de unas giras que dio por el mundo, de aquella ocasión en que le rindieron honores de primera dama. En realidad era la última dama. Las otras que compartían bar y restaurante con ella en verdad eran distinguidas; lucían sus vestidos con originalidad, bailaban con la suavidad de un guante, olían como se veían, nunca se embriagaban aunque estuvieran vueltas pirujas y mantenían modales, suavidad, elegancia. 
   Un día esta mujer volvió a sus cantos como una forma de salvarse de la soledad. 
   Y ese fue su error. 
   Esa mañana miré mi pistola como una mujer desnuda. La cargué como si estuviera construyendo el mundo. Bala a bala a bala a bala fui llegando hasta su cuarto, del que emanaba esa extasiada voz llamadora de la muerte. Un canto final. Su muerte no fue rápida porque soy un elogio a la lentitud, al deleite. La amarré y la llevé hasta mi aposento que es todo un vagón. Cerré las puertas, abrí mi cajón de herramientas y disfruté concupiscente. Al final, ya sin saber que había amarrado en la pared, disparé resuelto y ebrio de locura y desquite. Vendetta contra el mundo resuelto y ebrio de maldad que me había ilustrado, tanto en el papel como en el alma. 
   Esos momentos ya han disminuido su frecuencia. 
   Espero que no vuelva a suceder. 
   Amanezco asqueado y oliendo a sal húmeda. 
   Olvido todo y recuerdo todo.
   Y en otras ocasiones leo novelas hasta el cansancio y escribo cartas a remitentes fantasmas, retrato los paisajes que veo desde el tren y los hoteles, compongo canciones de guitarra y canto, hago teorías astrales, escupo el suelo, cierro tratos y voy a la Habana por un daiquirí. 
   Pero hay algo que en realidad ha destruido mi paraíso de corrupción y abundancia. 
   Un niño
   Un hijo de una mujer que amo pero que no puedo ver. 
   Ella es muda y sorda y torpe. 
   Yo soy loco y sangrón y frenético. 
   Y ese niño es la suma de las partes. 
   Y ese niño es mi próxima víctima: 
    su inocencia despierta mi sevicia. 

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