Sunday, August 12, 2007

Elegía cívica para una despedida

Las estrellas me contaron una noche al oído que los planetas prometían a sus enamoradas traer siempre trigo, fuego, aire, agua. Las galaxias, atestadas de brillantes emociones, se quedaban esperando en el correr de los instantes y así morían y volvían a nacer, dando alargada a la cita final de su encuentro amoroso con un ser de tierra y piedra, de riachuelos y humos, con una bola pesada que daba vueltas alrededor de los días que contaminaban el almanaque desorientado de mi vida. Los planetas eran putos y las galaxias eran vírgenes.

Nadie dijo lo contrario hasta que apareció la vida.
Ella dijo que en el pasto cabían huellas y que en el mar se podía nadar,
que el dulce podía hacer alucinar y que las nubes opacarían la visión en las montañas. Habló de los pájaros como escritos de viento y dibujó durante más de mil anacronías un retrato de toda su intimidación personalizada.

Estaba loca esa señora.
Un día salió a dar un paseo a través de las esquinas llenas de inquietudes y terminó caminando rumbo al vacío más cercano,
lo busco entre los tubos de media pulgada
y en las enaguas de una mujer con boca cereza
de piernas perfectas para un cuadro sin movimiento.

Se cansó de andar los tramos de existencia
con el vapor de su cansancio en las entrañas,
de buscar la ausencia que le diera valías baratas a su camino, a su trayecto andado con la energía desgastada.

Se acordó de toda la mamera del mundo.
Y lo único que atinó como solución fue enamorarse.
Sí, la vida amaromada con otro –ensoñó aquello—
uno que suba calesas en la trocha interlunática
y que haga rosas por bultos
para mantener dulces las sandías,
no,
sería mejor uno que hablara sin parar de la muerte de los colores
y del aborto de las distancias,
que viniera y te enamorara como el trilio hace con el grillo
o como las nenas hacen con los tigres,
un galán hecho concreto y ojos de cristal,
ciudad entera húmeda en la lengua,
caballero de arreboles en pinceles azulados. Eso era, eso.

Si la vida se va con su parejo que caiga la belleza en mi ceguera
como lava fría
porque soñé que la nieve ardía y que el fuego se helaba,
vi en las elucubraciones de mis noches
un maniquí amarillo metido en un armario de loca,
después sentí el olor de los cuervos y la sed del muerto
con el peso de la hoz en la corona y la sangre,
volátil vid alocada por los besos,
la sangre corrió por el mauyido de los gatos y la oscuridad se fue tragando poco a poco las instancias más particulares de tu rostro, se fue metiendo entre su hocico enemigo de la luna un pedazo de tu labio más carnal y se engulló con mutismo un ojo, el ojo, preciso por el que veías la ternura de los claveles y el cromo de las águilas, preciso por donde te entraba la imagen de ese individuo que buscabas, vida, allí en ese filo pupiloso murió degollado tu carnaval carcajeado de caníbales.
Y lo viste todo impávida como una piedra milenaria.
Se te notaba los siglos en la espalda
y los días en el tono del agua que brotaba de tu llanto impecable y ventajoso.
Te deprimiste por el primer viaje también.
Lo recuerdo como si fuera ayer.
Nos fuimos en un barco a través de un mar desconocido,
remábamos mirándonos,
estrellados en la presencia impecable de cada uno,
tú con aquella gracia distinguida y sin prejuicios de nada,
yo con el miedo arriba de la garganta,
sofocado y destilado por las nebulosas del cariño sin menciones.

Cruzamos el descubrimiento de América y regresamos a una ciudad comprometida con todo.
Los edificios olían a pegante y la gente salía con sueldos que no gastaban en su descanso de una hora,
había por comida elefante,
de postre helado mentecato
y para fumar un poste negro,
corroído por el aceite y el humo de los trasnochos
que padece esta urbe frenética sin rostro.

Tú igual dijiste que nos volviéramos a ir,
y por eso fue mi traída de la nube y el consorcio con la distancia.

Primero fui al cielo y hablé con una neblina egoísta
que me atendió mientras se masturbaba con la luz,
me recomendó una que venía del Asia en busca de amores tropicales
y a ella fui a parar.
Te la traje para que volemos juntos de esta Tierra
que ofrece mucho y mata mucho.

Para bajar en ella hasta tu casa
y poder entrar por la ventana
sin que te despiertes
me tocó hacer un negocio con la distancia.

Sólo poder tocarte con letras y letras y más letras
teniendo paciencia para no volver mi papel enemigo
ni mi pluma una bala perdida en la boca.

Estamos tan cerca y tan lejos…

Yo me quedo acá impregnado en estas sombras
de tus frases cotidianas para amar alguno,
y esclarezco el misterio de una vez portadas
de la melancolía enajenada, privada y lenta
que me sube caminando
la mar arriba del rostro.

Hasta luego marinera de ocho buques hechos trigo.
Al otro lado del mundo
siempre
tu escribano forastero.

No comments: