Thursday, July 29, 2010
Los hombres máquina
Es hora de hacerme una serie de preguntas que antes, por temor a verme de frente o por miedo a estremecerme, no había querido pronunciar.
¿Qué tantos sueños rotos tienes entre las manos?
Creo que sueños rotos tengo muchos, los suficientes como para saber que nadie es absolutamente feliz sobre la tierra por culpa de esas esquirlas que van quedando en uno, como rastros vidriosos que te rayaran el alma y la hicieran sangrar fuego.
Lo que tengo seguro es que uno de mis sueños rotos fue no haber sido músico.
El desgano que producía el solfeo en mi cabeza era la razón suficiente como para dejar a un lado toda oportunidad de vivir de corcheas, contrapuntos y ritmos. Pero estoy seguro que la hubiera pasado del carajo--y sé que no debo pensar en eso--, y que las giras hubieran sido muchas y los conciertos tantos como las canciones que pude componer.
Nada de eso en verdad ocurrió.
¿Te imaginas que hubiera sido músico y en este instante, en este mismo segundo y minuto y hora, me estuviera preguntando qué pasarái conmigo si no fuera guitarrista sino escritor?
Respuestas hay tantas...
Pero no quiero pensar en eso sino en los sueños rotos.
Algún día pensé que las mujeres eran una medicina para el alma, que el amor se situaba en esa frontera entre la pareja y la conducta sátira, y que los placeres de la carne eran tan sanos como las palabras mágicas que invocan la risa.
No es verdad nada de eso.
No es verdad que entre más mujeres enrredes en tus manos, entre más besos llenos de tibieza y aroma sientas. entre más cuerpos desnudes a la media luz de una estrella, entre más eróticos-bizarros-estrambóticos-lunáticos que sean las amantes, no es verdad que haya felicidad alguna en esas experiencias. O por lo menos nada perdurable. Y esto lo digo porque me di cuenta de una cosa: que amo a una mujer como podría amarse sólo a la naturaleza que está reflejada en ella. Que amo a esa mujer y quisiera que jamás se fuera de mi lado, porque con ella todo parece inmortal, menos pasajero, más intenso; todo parece ese viejo sueño que yo tenía en mi cabeza y que mastiqué hasta darme cuenta de qué se trataba: de amar de verdad, con el corazón y la mente, no de amar por amar, no de decir "te amo" cuando ni siquiera sabes cuál mujer de tantas merece escuchar esa frase de cajón que lo define todo.
Para sintetizar en una frase que jamás creí iba a decir algún día:
Creo que encontré a la mujer de mi vida.
Pero sigamos con los sueños rotos.
Yo era un hippie, uno de esos que fuma marihuana, escucha Hendrix, habla con los árboles y los abraza, implora saberes a la luna y el sol; una cosa medio básica, ritual y bohemia que se fue desgastando entre mis manos, y de lo que apenas me queda la música, la sensación de estar elevado, y la tierna y fraternal mirada que tengo por lo natural.
Yo era un hippie.
Y alguna vez sentí que todo el universo me llamaba, que se me entraba hasta los huesos, que me sacaba para ver la Tierra desde lejos y sentirme pequeño, minúsculo, insignificante.
Pero no fue eso lo que sentí aquel día.
Aquel día tuve una expansión de conciencia que cambió mi vida por unos años, pero no representó nada lo suficientemente fuerte como para cambiarme hasta la vejez.
Todos los días cambiamos.
Pero yo estaba hablando era de mi sueño roto.
Y sé que otro sueño fue ese, el de algún día poderme quedar en ese instante, en ese momento que cambió mi vida y que me hizo despertar por primera vez.
Porque a veces la gente jamás despierta y es un desastre.
O jamás vuelven, que es mucho peor.
Yo quería estar en el intermedio, en la frontera, en el lado de la montaña y el abismo, en el lugar donde estoy seguro y nervioso.
Yo quería.
Yo quería que el mundo fuera diferentes, yo creía que todo eran fórmulas de lujo, yo quería que la guerra se acabara, yo creía en los mil dioses.
Pero eso no basta, ni para entender ni para no entender.
Simplemente hay que vivir.
Simplemente: vivir.
Monday, June 21, 2010
Diario de una coincidencia
Desde que abandoné la escritura no ha pasado nada que me haga regresar a ella con ímpetu, vigor o pasión, por aludir a la palabra futbolera de estos días.
Desde que abandoné la escritura me han dado ganas de quemar mis libros, olvidar a Juan Villoro, desaparecer el fraseo de citas en mi cabeza, y bailar con otra gente, con alguien a quien no se le pase por la cabeza levantarse a escribir, o a tomar fotos, o a filmar clips, o a fumar marihuana.
Desde que abandoné la escritura rutinaria me he dado cuenta que no puedo construir párrafos de varias líneas. La virtud de la brevedad viene con el abandono, o el alejamiento, si alguien quiere llamarlo así.
Desde que abandoné la escritura también algo deseoso y mórbido en mis entrañas dejó de estremecerme. Parece del pasado la locura erótica, el enérgico impulso devorador de cuerpos, la fuerza extraña que me invadía cuando deseaba carne. No ha desaparecido por completo, obvio. Pero su intensidad disminuyó, su desparpajo se hace predescible y las cosas que antes parecían dejarme sin seso hoy me asaltan con parsimonia.
Desde que abandoné la escritura creo que me estoy convirtiendo en otro, en algo que no parece ni mejor ni peor, ni menos ni más, aunque si una pizca de sinceridad y frialdad lo tejen, y una poca de satanidad y lujuria lo terminan. Porque me siento demoniaco y sátiro cuando el presente me reta y me corrompe de nuevo, como si la piel de la primera infancia se quemara con un hierro hasta el placer.
Desde que abandoné la escritura no hago que pensar en otra cosa: no la he abandonado para siempre, no es para siempre, no, no.
Desde que dejé de poner palabras en papeles otras palabras me seducen. Vienen de lenguas distintas, de lenguajes diversos, de inspiraciones que no saben qué inspiran. Y me gusta que esas nuevas palabras se refugien en mi cabeza desordenada, porque siempre he sido un palabrero desaforado que paladea su adicción con libros, diccionarios, recitales, debates, programas de radio, y de todo eso al final quedan es las palabras, las que uno se haya fumado, inyectado, bebido o inhalado, o escuchado se podría decir también, aunque a mí en verdad las palabras me llegan mejor es por otras vías, por donde su sonido no sea tan caro ni su sentido sea tan corto.
Desde que dejé de escribir lo único que añoro todos los días es volverlo a hacer, pero con la libertad de la red. Porque los libros cada vez se resisten más a romper sus fronteras, a desatar el nudo limitante que tienen con una forma física que parece no favorecer la información y las narrativas del futuro. Pero, ¿cuál es el coño futuro? Algunos pueden decir que el hipertexto. Yo creo que es algo más. Una texto donde la lógica siga presente aunque no haya un orden de capítulos ni de secuencias. Un texto donde pueda haber miles de informaciones detrás y se pueda tener acceso a todas. Un texto que no sea texto ni hipertexto, sino antitexto, algo no lineal, algo que venga de todos los lados pero igual se pueda seguir leyendo.
Desde que dejé de escribir una de las tantas cosas que pienso es cómo hablar mal de la escritura, de los libros, de la lectura, de su futuro nefasto en las nuevas tecnologías. Pero soy un completo idiota porque nada de eso va a pasar. Algo que el hombre occidental jamás piensa transformar es su forma de escribir.
Desde que deje de escribir siempre me río en la calle solo al elucubrar algo. Y ya no lo escribo ni vengo a estamparlo en líneas. Simplemente lo disfruto. Y ya.
Tuesday, October 13, 2009
De la muerte de Chayane y otras desgracias urbanas.
Tuesday, August 11, 2009
Bonita hora paisa del orto
Tuesday, March 24, 2009
Sunday, March 15, 2009
200 años de miedo a la Poe

Por Chano Castaño
El miedo del siglo XX lo hizo un hombre del que se habla bien cuando se trata de sus palabras y obras, pero del que se habla perversamente cuando de su conducta se trata. El miedo que viene de las pantallas de cine, que sale de la boca de los cuenteros, que atraviesa la imaginación de los niños, lo engendró este sujeto de bigote negro y rostro enigmático. Y cuando uno lee sus cuentos siempre queda una sensación de horror, una emoción perpetua de muerte, un ambiente lúgubre que se resume en una neblina espesa que cubra la calle, en un pozo oscuro, en una casa desquebrajada y espectral.
Si Edgar Allan Poe está cumpliendo 200 años de su nacimiento y 150 de su muerte entonces nuestro miedo, ese pavor explícito que carga la modernidad encima, también está de cumpleaños. Allan Poe está presente en cada momento de oscuridad que tiene un escritor y vive entre líneas cuando de temas góticos, policíacos y de horror se escribe. Sin su manera de componer, sin su fantasía fantasmagórica y su tensión constante, los cuentos que conocemos ahora no habrían podido ser escritos y tal vez nuestra existencia sería más aburrida y tranquila.
Poe nació el 19 de enero de 1809 en Boston bajo el seno de una familia artista, donde los padres eran actores que recorrían el país haciendo teatro y recibiendo aplausos y escupitajos. Su vida está llena de altibajos, de botellas vacías y continuo sufrimiento. A corta edad su madre abandona esta vida y él es adoptado por la familia Allan, de la cual tomará su apellido hasta la muerte, y de dónde viene su hombre de combate y fuego: Jhon Allan, ese padrastro militar que con reglas estrictas trató de controlar al impaciente infante, y lo único que hizo fue engendrar un poeta de lo monstruoso, de la locura, del alucine.
Edgar Allan Poe se escribe en la Universidad de Virginia ubicada en Charlottesville y empieza a estudiar lenguas. Entre la diatriba cotidiana y juvenil el poeta conoce el juego, la bebida, los libros imprescindibles y el sufrimiento. Como a un tahúr, en cartas y dados se le va el dinero y sus deudas crecen como maleza. Jhon Allan, su padrastro y protector, quien recibía toda la carga de esas pérdidas, se cansa y manda por el muchacho incorregible, que llega a Boston a trabajar en el oficio que salga. De ahí en adelante su vida dependería del viejo y mal remunerado oficio de escribir, del que aprovecharía el periodismo, la crítica y la prosa para conseguir unos centavos.
Edgar Allan Poe escribe entonces su primer libro, Tamerlán y otros poemas, del que sale un tiraje de 50 copias que desaparecen no por ser un éxito literario, sino por la poca fama del autor, quien también en ese tiempo se enrolaba en el ejército. Allí encontraría estabilidad económica y labores varias que lo entretendrían un tiempo, pero después volverían los problemas. Obtuvo el grado de sargento mayor en artillería y con ese avance intentó buscar alternativas; confesó a su primera autoridad, el teniente Howard, que había mentido en el formulario de inscripción y le pidió que acortara el tiempo de alistamiento y éste, piadoso y comprensible, le dijo que lo haría pero sólo si trataba de reconciliarse con su padrastro, Jhon Allan, ya que él podía ser clave a la hora de hacer la diligencia. Poe escribió una epístola de reconciliación que no fue respondida en meses. El padrastro ya tenía una actitud frente a él y al parecer era imposible hacerlo cambiar de parecer. Fue necesario un hecho trágico para que los dos volvieran a verse. Su madrastra, Frances Allan, quien lo había mimado y criado desde párvulo, murió sin que Edgar tuviera conocimiento del hecho, y hasta un día después de su funeral fue enterado, lo que llevó a que reaccionara fatídicamente. Cuando fue a visitar su tumba—ese mismo día después del sepelio—no pudo resistir la congoja, el horror, la melancolía, el miedo, y cayó desmayado como una golondrina que muere buscando el horizonte. Gracias al acontecimiento el corazón de Jhon Allan se ablandó y su comprensión llevó a que facilitara la diligencia del alistamiento de Edgar en el ejército, pero bajo una condición: debía matricularse en Westpoint, otra academia militar.
Borges decía que los hombres débiles sólo tienen las palabras para vencer y defenderse y así le pasó a Edgar Allan Poe. Tras un juicio marcial que lo declaró culpable por evasión de la autoridad militar y abandono del servicio, el poeta de Boston empezaría su vida como amanuense. Vendrían con el tiempo varias publicaciones que le harían ganar reputación pero también que le granjearían la fama de escribano alucinante y loco. Su problema con el alcohol es conocido por todo el mundo y es más su fama por esta condición que la que merece por su obra literaria. Hay quienes dicen que era un infatigable fumador de opio, pero hay otros que aseguran que nunca fue drogadicto, sino un solitario y empedernido compañero de las copas. Habría que estar allí, en pleno siglo XIX, para comprobar si sus intoxicaciones asiáticas eran reales o si son vanas falsedades que se han hablado en su contra. A Poe—como al siglo XX— se le ha acusado de todo: satánico, necrofílico, drogadicto, soñador, rapsoda, periodista, oscurantista, decadente y depresivo son algunos de sus calificativos más conocidos. Tal vez era todos y ninguno o algunos y otros no. En todo caso su legado tiene fragancia de cadaverina.
Edgar Allan Poe fue una influencia marcada que tuvo la literatura francesa y latinoamericana. Charles Baudellaire, el vate maldito de París, tradujo sus cuentos y reprodujo por todo un continente sus palabras, esas que narraban la historia de una casa que caía tras el resucitar de sus habitantes catalépticos; las mismas que ondinas, profundas, poetizaban al cuervo desperado que lleva al delirio a un hombre; esas palabras que sin duda alguna dieron vitalidad a todo literati que buscaba la urbe entre los párrafos, la ciudad y sus huecos insondables de amargura. Allan Poe creó la manera de alcanzar aquella sensación que procura el cuento moderno, y se inventó la trama policíaca, que a desembocado en la novela negra, aquel género de sangre, pólvora y misterio que tanto encanta a los lectores.
Julio Cortázar tradujo al español a Edgar Allan Poe. De esas traducciones—hay que imaginar al cronopio sentado elucubrando cada instante, cada metáfora, cada palabra eléctrica—muchos autores han dicho frases sueltas. Algunos aseguran que Poe es mucho mejor en español y en francés que en el mismo inglés. Hablan de tosquedad en el estilo, de imperfección, y dicen que hubo muchas correcciones por parte de los dos grandes literatos que se ocuparon de traducirlo. Lo cierto es que las versiones de Cortázar son espectaculares, todo un trabajo admirable y artístico que seguramente hizo mientras trabajaba en su oficina de la Unesco, fumando, ensoñando a Poe sobre las calles de Boston y New York, imaginándolo como un sujeto tan triste y tan fascinante como su palabra escrita.
Borges fue otro latinoamericano que habló de Poe desde todos los ángulos. Fue crítico y admirador de sus escritos y seguramente, en su lectura activa y precisa, encontró millares de emociones. En sus famosas seis conferencias, dictadas en la Universidad de Harvard en el transcurso de 1967 a 1968, dijo que Poe lo había impresionado cuando era joven, pero que ya en la adultez sus historias llegaban hasta a incomodarle por el estilo del autor. Borges también cita al famoso poeta norteamericano Emerson, quien siempre dijo que Poe era el hombre ripio. A esto Poe siempre contestó de manera crítica y astuta, pues para él la filosofía trascendentalista de Emerson y David Thoreau no eran más que misticismos inapropiados, mal usados y con intenciones puramente retóricas más que sustanciales. Pero Borges también escribió un poema sobre Edgar Allan Poe que tiene versos estremecedores y musicales, de los cuales resaltan unos que dicen: Como del otro lado del espejo/ se entregó solitario a su complejo/ destino de inventor de pesadillas./ Quizá, del otro lado de la muerte,/ siga erigiendo solitario y fuerte/ espléndidas y atroces maravillas.
El pasado siglo XX, gestor de dos guerras que casi nos destruyen y desembocaron en la bomba atómica, creador de genios como Vicente Aleixandre y Roberto Bolaño, epicentro de invenciones tan grandes como la internet y las naves espaciales, lugar de nacimiento de generaciones místicas y revolucionarias como las de los 60´s, es un siglo que va a ser recordado por la humanidad con fervor y pavor. Y ese temor protuberante de nuestra sociedad, esa temeridad en las calles y en la oscuridad, ese miedo incesante frente a lo natural y lo artificial, esa emoción de vacío y desespero, la ayudó a nutrir Edgar Allan Poe. Nadie dice que este sentimiento no existiera desde el principio de la humanidad, pero indudablemente las formas y mecanismos que el propio hombre ingenia para crear pánico en la modernidad están llenas de las fórmulas de Poe, de su estilo para llevar los acontecimientos, de su ritmo para encuadrar toda una escena espeluznante.
Por eso es que este 2009 no puede ser un año vano. Hay que recordar al padre de nuestras pesadillas cada día y leer sus poemas y cuentos para ser concientes de que el miedo a la Poe está presente en cada esquina, en la conversación cotidiana, en las miradas penetrantes, en las presencias alteradas, en las sombras de media noche, en las palabras duras, en los fantasmas ocasionales, en las películas de zombis, en las historias de suspenso. El mundo no puede dejar pasar los 200 años del nacimiento de Poe pues olvidarlo sería volver a descubrir el miedo nosotros solos, y ya no tendríamos esa guía fantástica que nos lleva de la mano a través de casas embrujadas, de cementerios malditos, de gatos negros y péndulos infinitos. Edgar Allan Poe es el miedo de la modernidad y esta era le debe esa faceta, ese rostro misterioso que nunca permite sentir el límite. Y el hombre le debe un agradecimiento porque en su literatura se camuflan elementos de la naturaleza humana más perversa y oscura, y tal vez sin aquella poesía melancólica y aquellas narraciones tensas, no hubiéramos descubierto que somos seres de dos caras. Seres que también ensueñan la muerte, el desastre, la tristeza y el olvido.
De Shekaspeare y otros retratos azarosos

Por Chano Castaño