Saturday, November 25, 2006

El Antedentalismo Ciudadélico

El Antedentalismo
y la Ciudadélica.

Una perspectiva de un escriba que sale de los humos azules de su palabra y de las caminatas beodas en el
[alba.

Por: Andreas Casta.


¿Cuál es el rol del artista dentro de esta ciudad perdida en sus cabales sueltos? ¿Cuál es la Gran Causa que esgrima el pintor, el actor, el escriba, el músico, el bailarín? ¿Cuál es que no la encuentro?

Estas tres solían ser mis preguntas cuando caminaba por la calle y veía a un hombre danzar y a una mujer cantar bajo el sonido de su guaracha triste, lejana, como lo estaba el cielo de su mirada y la Tierra de su conciencia. Y aunque muchas de las veces que vi la misma escena encontré alegrías y frustraciones, en ésta en especial había algo que capto toda mi dispersada atención; era esa esperanza de caos agónico que había en las pupilas de la joven dama que apenas lanzaba sus notas al aire y derramaba toda su energía por unos oídos invisibles, era ese temblor foráneo que solo yo percibía como un un viejo lobo que sabe que nada desaparece de su conciencia. Ante tal cuestionamiento encontrado en la mirada de esta creativa del canto, me di a la tarea sin lógica de preguntarle por qué tenía ese movimiento corto entre su esclerótica y el párpado.

La respuesta fue contundente, altisonante y elocuente. Primero, me dijo que la imaginación de nadie valía ya la pena, que todo el mundo estaba tan gastado entre la noche ordenada por los medios y la mañana controlada por el tráfico, que apenas se daban cuenta del odio y el rencor, del celo y el agobio. Segundo (y esto lo dijo con un dedo en su boca; parecía fumarlo, parecía quererlo arrancar de su mano), la persona que entre calles de Centro, Norte y Sur, Occidente y Oriente, anda, sin el preconcebido aviso del orden, está propensa a sufrir un ataque de inefabilidad por parte del mundo, que, invisible ante las mentes toscas, quiere aparecer en el alba inspirando odas. Tercero (y aquí sacó su dedo para ahora meterse otro; pero éste de nicotina, alquitrán y un poco de canabis) las mujeres y su amantes, que pueden ser desde una pluma hasta una carne blanca, son elementos dispersos dentro de la cotidianidad que busca el unísono de toda un causa no propuesta aún, y que necesita de su ayuda para unir eslabones perdidos en la carreras, en las calles, en los mercados, en las ollas, en los bares, en las tiendas, en las librerías y en los edificios. La causa de la ciudad necesita a sus eternos querendones de esquina, a sus redentores de cariño perdidos en copas de ginebra, cebada y aguardiente cosmopolitan.

A toda esta charla ya no le di alargue, simplemente, como luciérnaga que va al pantano, me metí en la oscuridad de un túnel de tantos. Allí, sin razón alguna de llegada, me senté a mirar pasar los carros.
Mientras escuchaba el sonido de motores y de fábricas, de gritos de escolares en las casas y el trino de pájaros sin nido, me percate de la falta de urbanautismo que tiene todo el mundo. Carencia que reside, no en saber que la ciudad existe como tal, sino en no conocer que es un espacio de goce e inspiración (y no me refiero al entretenimiento barato ni al rumbeadero de ebrios ególatras) sino a el arte arquitectónico de diseñador podro que es esta Bogotá no planeada, tirada en los abismos del progreso intransigente y empedernido.

Me salí del túnel y caminé hasta cuando mis pies pidieron un descanso a su recorrido sin tregua. Ahora, sin saber realmente dónde estaba, me quedaba esperando la tarde, el olvido de la madrugada, el inicio del nocturno. Y es que, si la ciudad carece de amantes que la habiten sin tregua haciendo de su cinismo carta de presentación, hay una luna y un nocturno que se aman para saborear los besos logrados por las bocas ebrias de los que sí, a manera de jugadores del azar, prendieron la fiesta en cada anden de la Bogotá fumada en postes de alegría y escrita en papiros sin color habano.

Precisamente de ese sujeto noche y esa dama blanca fui víctima por no preconcebir el orden, fui presa de toda la Tierra, fui un pez en el agua de la Séptima que al mirar el horizonte, se sintió como una hormiga y vivió, en un instante paralelo a la eternidad íntima, el punto de equilibrio entre estar vivo y darse cuenta de ello; es decir, me di cuenta que se me podría clasificar como extraterrestre o nada y daría lo mismo, al fin y al cabo, la lucha no era de términos sino de sentimientos, de sensibilidad profunda contra pilares de realidad acostumbrada y vigas de continuidad estable. Lloré, como nunca antes por una emoción lo había hecho y, al mismo minuto en que mis lágrimas al asfalto se caían, una idea me vino a la cabeza como gota sobre su sombra o cuervo sobre su presa.

La idea apenas era un sentir, un estallido de luces intermitentes de razón y de locura. Y lo que valía la pena decir de ella no era su existencia sino su contenido, que, a manera de presencia letrada, me dijo que la Imaginación del urbanauta está atrofiada por su gran cinismo metafórico y su humanidad esclavizada por lo plano, por lo llano de los cristales, de las pancartas de guerra, de las canciones de violencia. En resumen, un poco vislumbrista y poético, me dijo que la ensoñación, perdida en el atrofio de la mentalidad, era la calve para sacar al ciudadano de todo ese nudo sin fin y comienzo en que lo encerraban los edificios y paredes, las avenidas y las calles.

Ahora escribo esto mientras en la punta de un cerro miro la Ciudadélica bogotana y pienso versos en trino y alucinaciones en prosa. Pienso, que entre más ensueño mi ciudad enajenada de ésta, más la misma se apropiara de razones para darme alegría, felicidad y energía; todas en dosis de bebida magullada por el labio carmesí de una mujer desnuda en su placer, insertada en el olvido de sus propios besos. Los que me olvidaron cuando canté tras el muro de toda una realidad construida en la velocidad de su presente y en lo agitado de su olvido.

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